A sus 11 años, Alberto inhalaba disolvente y veía un chingo de cosas. Partía una botella de plástico por la mitad, vertía ahí el líquido y le añadía un toque especial: un chorro de jugo de guayaba, para endulzar la mezcla, para que no le raspara tan fuerte en el cerebro. Empapaba una bola de estopa en el líquido ya anaranjado, se la llevaba a las narices, aspiraba fuerte y se la pasaba a otro de los chavos de su pandilla. Alberto empezaba a sentirse bien y a ver cosas: los árboles caminaban, las casas tenían boca y le hablaban, seres de colores bailaban delante de él.
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[fa type=»file-text»] Fuente: El Mundo