“Volar con los instrumentos de navegación apagados es una aventura muy peligrosa”, afirma Antoni Plasència, epidemiólogo y director del Instituto de Salud Global de Barcelona en su columna de El País. En este caso, volar hace referencia a la planificación y gestión de las tan esperadas medidas de desconfinamiento y la contingencia de hacerlo a ciegas viene determinada por la escasa calidad de los datos disponibles.
El 30 de marzo de este fatídico año 2020, el gobierno español aprobaba un Real Decreto que suspendía toda actividad productiva considerada no esencial, tratando de evitar una escalada de contagios en plena crisis epidémica por el virus COVID-19. Dentro de las actividades consideradas esenciales se encuentran aquellas dirigidas a satisfacer las necesidades básicas de la población, entre las que se halla, lógicamente, la producción y comercialización de alimentos. De entre las personas trabajadoras del sector agrícola, las de origen inmigrante ocupan los puestos más precarios, inestables y peor pagados: jornaleras, almaceneras, etc. Son el eslabón más débil en la cadena de producción alimentaria, ya que, a pesar de ser esenciales, son desechables: son Homo Sacer. ¿En qué lugar les deja la crisis que estamos atravesando?
En España residen 7.305.869 de personas que han nacido fuera de nuestras fronteras, lo que representa un 15,51% de la población. En estos últimos años el saldo neto de migrantes en nuestro país fue de aproximadamente 300.000 personas al año. Son las cifras que tanto la OCDE, el FMI y el mismo AIRef en España (que ha estado presidida desde 2014 por J.L. Escrivá, actual ministro de Seguridad Social, Inclusión y Migraciones) plantean como una solución al problema demográfico y de contribución al sostenimiento de nuestro sistema social, muy conectado al mercado laboral.
A principios de enero me concedieron la beca de prácticas de comunicación en el Servicio Jesuita a Migrantes y a partir de ahí, comenzó mi andadura en su oficina técnica en Madrid.
El pasado 12 de marzo se presentó en Sevilla el Modelo de atención a la juventud extutelada de la Federación de Entidades con Proyectos y Pisos de Acogida (FEPA) y yo tenía la suerte de estar invitada. Sin embargo, ante las medidas que la Comunidad de Madrid y la universidad donde trabajo estaban empezando a poner en marcha para contener el contagio del virus, que en este momento nos mantiene a todos los españoles bajo el estado de alarma, no pude finalmente viajar a Sevilla.
Turquía abandonaba el 28 de febrero el control de su frontera con Grecia. La decisión turca de romper el acuerdo alcanzado entre los estados miembros de la UE y Turquía en marzo de 2016 tiene un doble intención: que la UE destine más dinero al mantenimiento de los refugiados en Turquía (algo previsto en el acuerdo o “declaración” de 2016), y que la UE apoye a Turquía en su campaña militar en Siria. No cabe duda que, cualquiera que sea la situación, es aberrante utilizar a las personas en situación de máxima vulnerabilidad para alcanzar fines políticos o estratégicos.
“Esta hospitalidad se presenta como un valor
humano y espiritualmente vital y conectado con la vulnerabilidad del ser humano
que siempre requiere ser acogido y acoger al otro, que siempre precisa crear
espacios habitables y abandonar contextos inhóspitos.” (Boné, 2008:
110)
Ahora es un momento personal de pararse a pensar en lo vivido. Antes de empezar mi nueva etapa como doctoranda en el Instituto Universitario de Estudios sobre Migraciones me gustaría despedirme (parcialmente) de mi beca de prácticas en la oficina técnica del Servicio Jesuita a Migrantes con sede en Madrid. A pesar de que mi beca era de 12 meses me veo obligada a dejar el SJM con mucho pesar a los 3 meses.