A menudo, los que nos acercamos a la ardua tarea de trabajar con la tristeza, queremos (siempre con la mejor intención) evitarle mayor dolor a los que la vida ya ha castigado tanto. “Es suficiente”- pensamos. “Ya han sufrido suficiente”, y desde ahí tratamos de ahorrarles cualquier potencial sufrimiento añadido que consideramos innecesario. Incluido el sufrimiento que trae asociado el recuerdo. ¿Cómo trabajar con personas refugiadas que retornan a un territorio que antaño fue su hogar, lleno de recuerdos de este tipo?
Ruanda
es uno de los lugares más relevantes en materia de reconciliación en el mundo,
por la magnitud del conflicto vivido durante los tres meses que se prolongó el
genocidio y porque, al mismo tiempo, es un lugar clave desde la perspectiva del
asilo y el retorno dado que gran parte de su población se refugió en los países
fronterizos durante los meses de violencia cruenta y, desde entonces, ha ido
retornando gradualmente en los últimos 25 años. La elaboración que los
ruandeses han hecho para entender, explicar y sobreponerse a su historia es
especialmente singular y tiene mucho que ofrecernos a la hora de entender el
refugio con una mirada longitudinal más amplia.
Cuando
nos preguntamos por algunos de los conflictos actuales, como Siria o Sudán del
Sur, en los que gran parte de la población está fuera de sus fronteras, uno de
los interrogantes que surgen es ¿qué va ocurrir cuando el conflicto termine?
¿volverán todas estas personas a sus casas? ¿acaso tendrán un lugar al que
volver? Y, si vuelven, ¿será posible
reconstruir la relación entre aquellos que
llevan décadas de lucha fratricida a sus espaldas?