La pandemia de la COVID-19 ha tenido un severo impacto a nivel mundial y ha afectado prácticamente a todas las esferas de la vida. Atónitos hemos presenciado el desarrollo de una serie de sucesos hasta hace poco inimaginables en la aldea global: el cierre de fronteras, la clausura de los espacios aéreos, la declaración de estados de alarma, restricciones a la movilidad humana, el congelamiento de la economía y el colapso de los sistemas de salud, son sólo algunos ejemplos de las primeras consecuencias provocadas por la crisis sanitaria a las que asistimos impotentes.
En la esfera de las relaciones internacionales, la pandemia ya ha perfilado un nuevo escenario a nivel mundial. La administración Trump -que ya venía dibujando un horizonte en el que EE. UU. cada vez se alejaba más de la comunidad internacional con movimientos estratégicos como la retirada de los acuerdos de París-, anunció en julio la retirada de la Organización Mundial de la Salud, suponiendo la pérdida de la principal fuente de financiación para el organismo y un duro golpe para el multilateralismo y la cooperación internacional. La confusa gestión de la pandemia por parte del ejecutivo estadounidense ha quedado oscurecida por eventos que han avivado las llamas del racismo y, más de sesenta años tras el fin de las leyes de Jim Crow, el movimiento por los derechos civiles ha retomado protagonismo. Por su parte la Unión Europea, que en un principio se replegó tras las fronteras nacionales, ya en octubre ha alcanzado un acuerdo para un plan de recuperación para Europa a través del cual la Unión apoyará financieramente a los países para fomentar reformas e inversión pública. Queda por ver si este plan conduce a un fortalecimiento de la zona euro o supone un paso más hacia la fragmentación de la entidad geopolítica. Mientras China endurece las restricciones a los derechos humanos, la Unión Europea ha apuntado hacia la misma China y Rusia como fuentes de bulos y desinformación. Sin embargo, para sorpresa de muchos, durante los meses más duros de la pandemia en Europa, fue China la que acudió al rescate con donaciones de material sanitario a los países más afectados, aunque no faltaron las críticas por venta de materiales defectuosos. Sobre Sudamérica se ciernen los fantasmas del fascismo y las industrias agrarias africanas se resienten por la bajada de exportaciones a países asiáticos.
Esta crisis globalizada ha puesto de manifiesto la falta de previsión y anticipación de la comunidad internacional y ha concentrado los esfuerzos políticos y económicos en la acción a corto plazo, sin tener en cuenta una visión estratégica para el futuro. También ha arrojado luz sobre la incapacidad de la mayoría de los gobiernos -a excepción de unos pocos países como Corea del Sur o Nueva Zelanda– y de la comunidad internacional para hacer frente a la crisis. No han faltado los clásicos discursos llamando a la cooperación entre países, sin embargo, la realidad es bien diferente, la tensión se masca en el ambiente y las relaciones entre superpotencias cada vez más tirantes nadan en un mar de fake news y teorías conspiratorias.
Desde hace años, venimos arrastrando las sombras de populismos, movimientos nacionalistas y proteccionismo económico, ahora, la ya debilitada comunidad internacional se ha visto incapacitada para hacer frente a la pandemia de manera unida y colaborativa. Las grandes potencias se disputan el control hegemónico en térmicos económicos y tecnológicos a diferencia del control político militar del pasado. No obstante, retumban los ecos de épocas pasadas en los que valores como la igualdad de derechos entre todas las mujeres y hombres o la libre determinación e igualdad soberana de los estados no eran más que una quimera. La achacosa comunidad internacional se enfrenta a una nueva etapa de reconstrucción sanitaria y económica, encontrándose en uno de los momentos de menor cohesión internacional desde el fin de la Guerra Fría.
Alejandra Pardo es investigadora en formación en la Cátedra de Refugiados y Migrantes Forzosos del IUEM.