El 30 de marzo de este fatídico año 2020, el gobierno español aprobaba un Real Decreto que suspendía toda actividad productiva considerada no esencial, tratando de evitar una escalada de contagios en plena crisis epidémica por el virus COVID-19. Dentro de las actividades consideradas esenciales se encuentran aquellas dirigidas a satisfacer las necesidades básicas de la población, entre las que se halla, lógicamente, la producción y comercialización de alimentos. De entre las personas trabajadoras del sector agrícola, las de origen inmigrante ocupan los puestos más precarios, inestables y peor pagados: jornaleras, almaceneras, etc. Son el eslabón más débil en la cadena de producción alimentaria, ya que, a pesar de ser esenciales, son desechables: son Homo Sacer. ¿En qué lugar les deja la crisis que estamos atravesando?
El filósofo Giorgio Agamben maneja el vocablo del derecho romano Homo Sacer como figura con la que estudiar los arcanos de la soberanía y el poder de los modernos estados occidentales. El Homo Sacer representa la paradoja de lo sagrado de la vida y lo sacrificable de la misma. Agamben viene a decir que quienes viven en situación de pobreza, parias de la tierra, no tienen más que su nuda vida, una vida reducida a la mera existencia biológica (en los griegos, Zoe), sometida a la capacidad punitiva del poder y sin posibilidad de tener una vida cualificada, con sentido (Bios).
El Homo Sacer de Agamben recorría inevitablemente mi cabeza cuando entrevistaba a algunas de estas personas jornaleras durante una reciente investigación académica. En las entrevistas constataba cómo el personal jornalero agrícola es considerado ciudadano en tanto que, y sólo porque, tiene un empleo. Las personas de origen inmigrante son representadas por parte de la población nativa como personas trabajadoras, mera fuerza de trabajo cuyo locus es el empleo como elemento central de su existencia. Es decir, el inmigrante es considerado un ciudadano activo merecedor de su estancia en el país en tanto en cuanto cede, sin rechistar, su fuerza de trabajo a los mercados laborales. “Si tú pides tus derechos y tus cosas, no te vas a integrar con nadie” sentenciaba un inmigrante entrevistado.
Mientras la mayoría de la población está confinada en la comodidad de sus hogares, miles de personas de origen inmigrante se afanan por alimentarnos durante esta crisis. Algunas, después de jornadas interminables, duermen y malviven en asentamientos y soluciones habitacionales muy precarias, donde las condiciones de salubridad e higiene están lejos de satisfacerse, tal y como señalaba el relator especial de la ONU en su reciente visita a nuestro país. Otras, se desplazan cientos de kilómetros a trabajar a las explotaciones en furgonetas abarrotadas de compañeros y compañeras, a trabajar a destajo, con escasas posibilidades de lavarse las manos ni cumplir mínimamente con las recomendaciones de higiene, prevención o distanciamiento social decretadas por el estado de alarma. Son cuerpos puestos a disposición del negocio agroalimentario mundial, cuerpos de vida desnuda.
Sin embargo, no todo está perdido. Toni Negri, al observar críticamente el concepto de vida desnuda de Agamben, lo denuncia como concepto ideológico funcional al poder, que niega toda capacidad de agencia (potencia) de las personas y reduce su condición humana a una abstracta desnudez proletaria. La crisis que atravesamos, no obstante, podría dejar un lugar para ciertos cambios radicales, lugar para la agencia de la población inmigrante, incluso podría invertirse la dirección con la que se instaura la doctrina del shock de Naomi Klein: de abajo a arriba, y no al revés.
En este sentido, las denuncias de parte de las personas jornaleras se acumulan. El colectivo de trabajadores africanos o el colectivo de jornaleras de Huelva en lucha llevan semanas reclamando que se cumplan las medidas de seguridad. Los sindicatos del campo y algunos partidos políticos han denunciado las condiciones lamentables en que se emplea esta mano de obra barata. Pero la reciente respuesta del gobierno ha sido tibia: se concederán permisos de trabajo a inmigrantes para que se incorporen a las campañas agrícolas y así evitar el desabastecimiento, aunque dichos permisos tienen fecha de caducidad, el 30 de junio, tras lo cual se volverá a la irregularidad sobrevenida. Se confirma: son ciudadanía en tanto que, y sólo porque, tienen un empleo. Su trabajo, que es alimentarnos, es sagrado, sacro. Al mismo tiempo es prescindible, sacrificable.
Es necesario dignificar la existencia de estas personas cuyo esfuerzo se demuestra, ahora más que nunca, tan esencial. Mientras, será obligado pensar que, cada vez que una lechuga aparece en nuestros platos, cuando recibimos un paquete o encontramos nuestras calles limpias, sucede a costa del laborantem sacer, una manera refinada de nombrar a la esclavitud del siglo XXI.
Luis Rodríguez Calles es investigador en formación del Instituto Universitario de Estudios sobre Migraciones.