En España estamos de campaña electoral, este próximo 10 de noviembre elegiremos nuevamente las cámaras de representantes y todos los partidos (incluyendo los nuevos) calientan motores y tienen a punto los bolígrafos de sus asesores para cincelar discursos que convenzan a una población ya algo descreída.
Difícil lo tendrían si no supieran que las emociones mueven el voto. Cuestiones como ideología, cultura, religión y amenaza de seguridad serán algunas de los elementos de las que se ayudarán para obtener el favor del público.
El marketing político conoce cómo se puede empujar la voluntad de las personas hacia las urnas, y se puede pedir el voto, casi con toda seguridad de acertar. Hay cuestiones infalibles de las que se echa mano, como el miedo al otro, sobre todo últimamente.
Pero ¿Cómo infundir miedo? ¿Miedo a quien?
¡A lo que sea! Es lo de menos, una vez comprendido el mecanismo, ¡Hay que sacar votos!
Y es aquí cuando aparece el chivo expiatorio de todos los tiempos, el desconocido, el que no es como “nosotros”: el inmigrante. Y se debate en estos discursos que hay que temerle porque atenta contra “nuestros” valores, nuestra identidad, nuestro bienestar, nuestra familia y todo lo que hasta ahora conocemos.
A nivel de discurso político, la representación actual del inmigrante responde claramente a la de forasteros amenazantes que derriban puertas, o las cruzan a escondidas para entrar en sociedades más ricas y con más oportunidades. Se les representa de una forma equivocada, estigmatizando la categoría, por supuesto de manera poco o nada fundamentada.
No hace mucho el mundo se dividió por esta misma cuestión, el miedo al diferente; inmediatamente este miedo se convirtió en odio, y el mundo presenció los actos más horrendos de los que la humanidad ha sido testigo. Y estas ideas resurgen una y otra vez porque tienen éxito. Por ello se incluyen en los mítines y en los discursos.
Existe un fondo histórico y estructural que explica cómo el racismo se inyecta en las sociedades desde el poder para una perpetuación de la discriminación étnica y racial. La reproducción de este proceso en las élites educativa, mediática, política, académica y corporativa mediante una formulación previa de un consenso étnico dominante, en el ámbito de las relaciones étnicas, han sido más que documentada en la literatura científica. (Teun Van Dijk, entre otros)
Son las élites las que dominan los medios de reproducción simbólica; por ello, también controlan sus propias condiciones comunicativas como un proceso de formación de ¨vulgo¨ y, por ende, del consenso étnico.
Este discurso se ve validado como un racismo de élite (normalmente el que se ejerce desde algunos recursos políticos) y se caracteriza por la negación del otro, además de ser extremadamente indulgente con la población blanca, en especial las clases populares. Son estos a quienes “hay que proteger”.
En este sentido, para que el racismo quede impregnado en el inconsciente colectivo, partimos de un “racismo de élite” y un “racismo popular”
El racismo de élite se plantea desde el resentimiento por parte de la gente blanca corriente, ya sea hacia un nuevo grupo, como serían los inmigrantes, o hacia una minoría local, en especial cuando se presentan factores determinantes como la competencia por escasez de recursos o una crisis política.
De esta manera, las élites, en este caso los partidos políticos, aprovechan las reacciones populares para desarrollar sus programas de política étnica o racial, promovidos siempre desde la incisión en la diferencia y la preferencia por los propios, los que “deberían” de gozar de un mejor lugar que el resto, que viene a aprovecharse de sus propios recursos.
El racismo popular es aquel en donde las reacciones populares (provocadas por la élite) son utilizadas para desarrollar y legitimar sus propios programas de política racial o étnica. (Aunque no es solamente el resentimiento popular espontáneo el que causa estas cuestiones).
La interpretación de los discursos tiene que ver con la cognición social. Este proceso es fundamental en la comunicación. En este sentido, la reproducción del racismo tiene una dimensión cognitiva importante como lo es la producción e interpretación de texto y habla, que reproducen en modelos mentales de acontecimientos étnicos que, a su vez, están conformados por la memoria en representaciones sociales compartidas (ideología, conocimiento, actitudes) sobre un grupo, una minoría o una relación étnica. Son precisamente estas representaciones sociales que la élite hace del “otro” las que van a controlar otras acciones no verbales de los miembros de un grupo, como, por ejemplo, los actos discriminatorios.
¿Cómo se puede cambiar la inercia del racismo impulsado desde el discurso?
Con conocimiento sobre el proceso del que somos partícipes cada vez que hay elecciones. Luego hay una responsabilidad individual, siempre se puede reforzar la autoestima (individual) y reducir las barreras que nos hacen tener miedo. En cuanto a las reacciones grupales, si la sociedad no se siente segura, los líderes políticos populistas se van a beneficiar del nerviosismo y agitación de la gente; gracias a esto, se les controla, porque los retos cotidianos y el estrés no les deja pensar de manera adecuada.
Uno no es solamente el conjunto de sus creencias, somos más que todo eso y cambiar de opinión respecto del otro siempre depende de nosotros mismos; el atreverse al conocimiento también.
Cecilia Estrada Villaseñor es doctora en migraciones internacionales y cooperación al desarrollo. Coordinadora de la Cátedra de Refugiados y Migrantes Forzosos (IUEM) Coordinadora del OBIMID (Observatorio Iberoamericano sobre Movilidad Humana, Migraciones y Desarrollo) Universidad Pontificia Comillas.