Son múltiples los motivos que mueven a los jóvenes a emigrar de su país de origen. Entre ellos están los económicos para mejorar la formación y encontrar una oportunidad laboral y otros que tienen que ver con motivos culturales y personales propios del ciclo vital en el que viven para adquirir cierta independencia. En el caso español, la emigración juvenil de las últimas décadas previas a la crisis económica ha sido relativamente reducida debido a la escasa movilidad que caracterizaba a la sociedad española desde la transición democrática. De hecho, la resistencia de los españoles a desplazarse a otros países era una de las principales trabas para la internacionalización de nuestro mercado productivo.
Sin embargo, a raíz de la crisis, aumenta el número de jóvenes que deciden marcharse al extranjero, lo que ha despertado un inusitado interés mediático y ha propiciado un intenso debate académico e institucional sobre las consecuencias del desempleo en la población juvenil. No obstante, es bien conocido por los demógrafos los efectos del envejecimiento de la población en las transiciones juveniles y en las economías nacionales como consecuencia del declive de la fecundidad. Y, por tanto, esto supone un nuevo escenario poblacional en el que los jóvenes serán cada vez menos numerosos, mientras las cohortes de población más envejecidas incrementarán su peso poblacional. Este fenómeno ha propiciado cierto temor a quedarnos sin jóvenes, dando lugar a un intenso debate mediático en torno a las consecuencias de la movilidad internacional de los jóvenes españoles, que no siempre se corresponden con el significado real del fenómeno migratorio.
En España contamos con tres fuentes estadísticas disponibles para el estudio de las migraciones que son: el Censo Electoral de Españoles Residentes en el Extranjero (CERA) que se utiliza como censo electoral, la Encuesta de Variaciones Residenciales (EVR) basado en las altas y bajas producidas en el Padrón, y el Padrón de Españoles Residentes en el Extranjero (PERE). El principal problema de estas fuentes es que la inscripción en las mismas es voluntaria, por lo que no recogen el flujo real de personas que se mueven sin inscribirse en estos registros. En base a estas limitaciones estadísticas es difícil conocer con rigor cuántos jóvenes españoles han emigrado durante la crisis, aunque estas fuentes sí que nos permiten al menos tener una aproximación al fenómeno. Si bien los datos disponibles no responden a la visión alarmista que transmiten muchos medios de comunicación, sí que reflejan un cambio de tendencia en la movilidad geográfica internacional de los jóvenes, que hasta el inicio de la crisis era relativamente reducida.
En este sentido, los jóvenes empiezan a asumir la movilidad como un requisito imprescindible para adaptarse a un mundo global y conseguir nuevas oportunidades de empleo que no ofrece su entorno local.
La reflexión que podemos aportar es la idea de que con el apoyo de instituciones y Ministerios y la dotación de herramientas formativas a nuestras empresas y universidades sobre las ventajas del mundo globalizado en el que vivimos, no tendríamos nada que envidiarles a otras potencias en este ámbito, ya que contamos con muchísimos profesionales con alta formación y con ganas de explorar nuevos horizontes y desarrollar todo su potencial sin límites, ni fronteras. En una sociedad globalizada como la que vivimos, cuesta creer que alguien pueda no tener conocimiento sobre cómo ampliar horizontes y poder demostrar su valía profesional en el ámbito internacional. ¿Pereza o desinformación?
Raquel Caro es Investigadora del Instituto Universitario de Migraciones