Los contextos de guerra y persecución que llevan a la población refugiada a huir de su tierra conllevan pérdidas de elementos valiosos que configuraban la vida de las personas. Aunque la experiencia de cada refugiado es única en sí misma, podemos afirmar que hay ciertos lugares comunes en lo relativo a su vivencia emocional y en las consecuencias que se derivan a largo plazo. Las agresiones y la soledad a la que tienen que hacer frente durante su huida y en el camino, como toda experiencia de injusticia, suelen despertar dos grandes tendencias de respuesta: la venganza, consecuencia de la necesidad básica de equilibrar la balanza, o la evitación, como respuesta a la necesidad de sentirse seguros y poner todos los medios posibles para que la situación temida no se vuelva a repetir.
Estas tendencias de respuesta, venganza y evitación, son típicas ante cualquier situación que ponga en riesgo la vida de una persona y, por tanto, no podemos juzgarlas como moralmente incorrectas en sí mismas. Sin embargo, sí pueden traer asociadas emociones que, sostenidas en el tiempo, dificultan la puesta en marcha de los mecanismos necesarios para asumir las demandas de ajuste de la nueva vida a la que los refugiados se enfrentan tras su huida. Los sentimientos de venganza por aquello que han sufrido y la evitación de todo aquello que se asocie a la situación temida pueden traer asociados sentimientos de angustia, ira, sufrimiento y sensación de abandono. Con frecuencia también podemos encontrar culpa y vergüenza derivadas de las humillaciones vividas o del sentimiento de impotencia e indefensión. Por último, es habitual también que se despierten sentimientos de odio y rencor hacia la persona o grupo que identifican como culpable de su situación actual.
El sinsentido de la guerra, la persecución y la violencia muchas veces no tienen causas razonables que ayuden a las personas a entender lo que pasó y, por tanto, a identificar un origen concreto para los acontecimientos injustos ocurridos. Pero también es habitual que las personas necesitemos entender por qué pasa lo que pasa, para así encajar lo vivido en el pasado y encontrarle sentido. Es muy difícil asumir que no hay una conexión entre nuestro comportamiento, y las cosas que nos ocurren. En esa búsqueda de sentido, es habitual que los refugiados se culpen a sí mismos por aquello que les ha pasado. Asumir que no había nada que estuviera en su mano para evitar su sufrimiento o el de sus seres queridos, significaría implícitamente que el mundo no funciona bajo las reglas racionales que siempre habían creído: un mundo en el que las personas buenas, que realizan actos buenos, son premiadas con una vida en consecuencia. Es más sencillo pensar “algo debí hacer mal, algo fue culpa mía”, antes que renunciar a la idea de que el mundo funciona bajo reglas coherentes y justas.
Por lo tanto, además de todos los sentimientos negativos derivados de los deseos de venganza y evitación, así como la rabia hacia aquellos que consideran causantes de su sufrimiento, también es habitual encontrar un profundo sentimiento de culpa en la población refugiada, desde la idea punzante de no haber hecho lo suficiente para evitar lo ocurrido.
Desde la psicología, en las últimas décadas, se ha acrecentado el interés por la investigación de los procesos de perdón tras una injusticia, como mecanismo alternativo a la venganza y la evitación. Los estudios sugieren que algunos de los beneficios importantes que se derivan del perdón son la reducción de las motivaciones de venganza y la reacción emocional negativa hacia el agresor.
Pese a tratarse de un campo de estudio muy incipiente, algunos ya han tratado de analizar los posibles beneficios del perdón específicamente en población refugiada, dadas las características distintivas previamente enunciadas en relación a su experiencia vital y emocional asociada a la magnitud de la violencia.
La dificultad principal para perdonar ciertas formas de injusticia cometidas por parte del sistema (no únicamente por agentes concretos identificables) reside en el temor anticipado de que el perdón traería consigo cierta pérdida de identidad. En una situación de completa novedad, aferrarse a su identidad primaria resulta crucial para los refugiados, quizá más que en ningún otro momento de su vida: en tierra extraña, lejos de su familia y redes, de su lengua, de su cultura y de su hogar. Aferrarse entonces a quiénes son y quiénes quieren ser, a sus valores e ideales, emerge como prioritario. En esos casos, perdonar es visto como el primer paso para abandonar la lucha por la justicia y este abandono es percibido como moralmente incorrecto, algo que iría en contra de su identidad más profunda. Por consiguiente se infiere que, en el caso de los refugiados, no es deseable plantear el perdón como una alternativa a la búsqueda de justicia sino como vías compatibles dentro de un mismo proceso, recurriendo incluso a la búsqueda de la justicia como agente terapéutico. No se trata de fomentar la venganza ni el resarcimiento sino de ayudar a la persona a movilizarse para recuperar el sentimiento de control sobre su vida y eso puede lograrse a través de la búsqueda de un reparto justo de responsabilidades, de manera que la culpa que inmerecidamente se hubieran adjudicado, pueda encontrar cauces más adecuados.
Ángela Ordóñez es investigadora en formación de la Cátedra de Refugiados y Migrantes Forzosos. Sus líneas de investigación son psicología del perdón y refugiados.