Nos encontramos ante una excelente síntesis (clara, rigurosa y pedagógica) de uno de los veneros más ricos del pensamiento contemporáneo occidental: la ontología de la diferencia y sus ramificaciones ético-políticas. El presente libro es el fruto de una lenta, rica y cuidada reflexión de su autor, a lo largo de una década, sobre el intento de la filosofía contemporánea por cancelar el pensamiento de la identidad.
Si la filosofía de la identidad forjó la idea de “sustancia” para definir al sujeto; ahora, en la filosofía de la diferencia, la palabra clave será “acontecimiento” (Ereignis). Dicho “acontecimiento” nada tiene que ver con el mero acontecer fáctico. Este marca un viraje, un kairós, que forja una época determinando las condiciones de lo que puede acontecer. El “acontecimiento” se constituirá en el nuevo elemento trascendental-fáctico de la filosofía, el nuevo dios que determinará con su irrupción el curso de la historia y de los seres. Resulta evidente que el “acontecimiento” es heredero de una gran tradición religioso-metafísica, de una historia de la revelación secularizada, de un revival de cierto pensamiento gnóstico religioso (ya veremos que en clave cristiana o judía). Por este motivo, el presente libro podría leerse, en la línea de Taylor y de otros pensadores contemporáneos, como una teoría holística de la secularización.
Para abordar la conexión entre “acontecimiento” y “ontología de la diferencia” el autor sigue una línea cronológica y temática clara. El texto se divide en dos partes casi simétricas en extensión: “Ontología del acontecimiento” y “Política(s) del acontecimiento”.
En la primera sección se explora la diferencia como fundamento metafísico en tres autores de referencia obligada: la fundación de una filosofía del acontecimiento (Ereignis) en Heidegger; la reformulación de una ontología de la diferencia en Derrida; la eclosión de la diferencia como fundamento de la identidad precaria en Deleuze.
Dicha exploración permitirá sacar a la luz los fundamentos que los pensadores de la segunda parte radicalizarán en un nuevo discurso de izquierdas que quiere revitalizar el lánguido pensamiento marxista y leninista en la segunda mitad del siglo xx: una filosofía de la revolución extraída del gran pensador nacionalsocialista. Podríamos, parodiando la vieja denominación decimonónica, hablar de que el presente libro prosigue la historia de una izquierda heideggeriana. No obstante, dicha línea debería ser complementada con la historia de una derecha heideggeriana.
El libro se inicia con un “más difícil todavía”: exponer el pensamiento de la diferencia latente en la filosofía heideggeriana del evento (Ereignis), ubicada según la exégesis tradicional en las famosas Beiträge zur Philosophie (1936), que marcan el giro (die Kehre) del primer al segundo Heidegger (tesis más que cuestionable en una lectura atenta del corpus heideggeriano). El autor enfatiza la peculiar lectura heideggeriana del corpus aristotélico y asienta las caracterizaciones básicas del acontecimiento: ruptura, innovación de sentido, base y fundamento de un espacio epocal, hito en el marco de la historia del Ser.
No obstante, el autor se siente más cómodo en su análisis de la différance en Derrida: un diferenciar difiriendo que impide todo cierre, clausura o sistematización identitaria del sentido. La huella, el fundamento místico de la ley, el imperio de la justicia se realizan siempre desde un desfondamiento, un abismarse de toda categoría identitaria. En este fundamento abismático se apoya la estrategia deconstructiva de los márgenes, del descentramiento, de la polivalencia semántica del giro sobre el texto propios de la deconstrucción.
Claramente aquí la diferencia se radicaliza en lo que el autor llama “lo absolutamente Otro”. Este “absolutamente Otro” personifica y dialectiza la realidad del acontecimiento: la imprevisibilidad como rasgo agreste, dionisíaco y salvaje de lo que no se deja domeñar en ninguna forma de negación, dialéctica o cadena lógica. En este apartado, donde ya se nota la absoluta empatía del autor por el personaje, empatía que se volverá secreta complicidad con Deleuze, uno de los puntales del presente trabajo, perfectamente tejido y explicado, cobra un especial relieve la idea de la iterabilidad. Esta repetición es entendida como “principio de variación”, en el que la “infidelidad a la herencia por fidelidad” nos habla de un repetir no mecánico, creativo, en el que el espíritu va más allá de la letra, donde innovar y conservar son un mismo movimiento. En esta hermenéutica viviente, alejada de todo tradicionalismo, alienta ese fondo carismático, el de un mesianismo sin Mesías, el de un Benjamin secularizado.
El capítulo sobre Deleuze constituye la pieza justificativa que sirve de enlace con la segunda parte. Será su peculiar lectura de Spinoza y Leibniz la que promueva una radicalización de la ontología de la diferencia: la diferencia ya no difiere ni dificultad la identidad sino que la funda y fundamenta, redefiniéndola.
En sus obras Diferencia y repetición y Lógica del sentido, el acontecer aparecerá como un extraño híbrido de realidad y virtualidad, de posibilidad realizada y posibilidad virtualmente composible con ella. Con su noción de contraefectuación Deleueze recupera la herencia nietzschaeno-dionisíaca de fuerza del deseo como potencia múltiple y aórgica que permite entender la individuación como un proceso viviente complejo, de redes e interacciones entre lo real y lo virtual, como veremos en el segundo Deleuze, el de las colaboraciones con Guattari, con su teoría del agenciamiento.
Las implicaciones ético-políticas de este segundo Deleuze son claras: liberación y emancipación de todas las fuerzas creativas de lo individual viviente en su lucha contra toda forma de autoritarismo, castración, domesticación e imposición social o estatal. Nos encontramos ante una divertida, y lúcida, continuación de los argumentos exhibidos por Marcuse en Eros y civilización. No puede dejar de descubrirse en Deleuze un cierto componente utópico, quizás hasta ingenuo, en su alineamiento radical entre lo dionisíaco y lo apolíneo nietzscheanos.
Este binomio Deleuze-Spinoza permitirá al autor realizar la transición desde la ontología de la diferencia hacia la políticas del acontecimiento, propias de un intento de renovación del pensamiento de izquierdas en los años ochenta y noventas, la de los movimientos sociales alternativos, hijos del mayo del 68. En esa línea, y entroncando con un “acontecimiento real” (el famoso acontecimiento italiano del movimiento Potere Operario en 1970), aparece la figura de Negri, mezcla de escolasticismo y espinosismo libertario, reclamando la idea de multitud (distinguida de la de masa y pueblo) como constructora polivalente de una realidad común gracias al poder de nombrar, de empalabrar la realidad (las reflexiones de Benjamin y Foucault son aquí claras).
Nos confrontamos con el nominalismo contemporáneo en el que la voluntad humana, la cultura, pierde pie en relación a la naturaleza. El marxismo clásico naturalizaba la cultura y culturizaba la naturaleza sin poder admitir la vía de una construcción social colectiva que parte de los movimientos de base de carácter asambleario y cierto espíritu anarcaizante. A este espíritu le llama Negri el “verdadero espíritu de la democracia”, o, sencillamente, “democracia real”. Resulta obvio el posicionamiento ideológico de Negri en su marginación voluntaria de la dimensión legal e institucional del funcionamiento democrático.
Esa línea será seguida por un autor menos conocido pero esencial en este itinerario, Lazzarato, clave para entender que la renovación del marxismo pasa por reformular su concepto de “clase” como sujeto revolucionario. El papel del trabajo intelectual en las sociedades del conocimiento de los países altamente desarrollados ha problematizado los conceptos económicos básicos de Marx. Cada innovación (tecnológica, conceptual, instrumental) genera un ‘acontecimiento’: un universo nuevo de posibles.
La historia económica es la de las revoluciones intelectuales de la humanidad, donde el acontecimiento tiene que ver con esa capacidad de introducir novedad en la vida comunitaria e humana. Vemos, como señala acertadamente el autor, un acercamiento de Lazzarato a los planteamientos de Deleuze-Guattari que renuncia a cualquier forma de totalidad, de teoría o teología de la historia del planteamiento marxista, como forma de cristianismo secularizado.
En esta historia emerge otro de los autores dilectos del autor: Frederic Jameson. Más allá del Jameson teórico de la posmodernidad, que ve en dicho movimiento cultural el cómplice del desarrollo del capitalismo tardío, al autor le interesa el defensor de la utopía y de las arquitecturas del futuro. Frente a la homogeneización que el capitalismo tardío ha hecho del deseo, construyendo jaulas y tiranías de la imaginación que colectivizan el inconsciente colectivo, Jameson aboga por el papel revolucionario de la ciencia ficción y del deseo utópico que es capaz de forjar espacios para la consecución del advenimiento utópico. Vemos la continuidad radical que existe entre los planteamientos de Deleuze-Guattari y Jameson.
En último lugar, el siempre polémico, dialéctico y controvertido Slavoj Zizek. Notable es la síntesis que el autor hace del pensamiento de Lacan en torno a lo simbólico, lo imaginario y lo Real para introducir el pensamiento del esloveno. En realidad, lo Real es lo imposible que ha acontecido. Lo real es lo traumático, lo inexplicable, lo indómito que fundamenta la psique; la facticidad acontecida que determina todo lo que es posible para el sujeto.
Sin ningún género de duda la idea de acto en Zizek tiene que ver con el hecho de que el sujeto no debe esperar las condiciones de posibilidad para que la revolución tenga lugar sino que ésta ya ha tenido lugar y la ética es dar cauce a eso que ya aconteció.
Así Lenin, o Vaclac Havel afirmando “lo hicimos porque no sabíamos que era imposible”; o los comentarios de Agamben y Zizek a la famosa frase de Jesús “perdónales porque no saben lo que hacen”.
La reivindicación de Zizek de la herencia cristiana frente al mesianismo judío (de Derrida o Levinás) radica en que el cristianismo no espera la venida del que ha de venir sino la vuelta del que ya ha estado aquí. La realidad imposible del Dios hecho hombre es el fundamento de la conciencia revolucionaria que quiere extraer todas las consecuencias posibles de este hecho imposible. En esta línea se nota la impaciencia del pensamiento de Zizek por hacer estallar el sistema imperante del capitalismo tardío sin esperar ocasiones propicias para que acontezca la revolución, dado que ésta ya ha acontecido. De ahí que no tema reivindicar las figuras de Jesús y Lenin.
Resumiendo, el autor transita —con claridad, profundidad y peripecia— uno de los veneros más ricos y fecundos del pensamiento contemporáneo, intentando ligar la ontología de la diferencia con el pensamiento ético-político de la renovación de la izquierda desplomada después de la caída del muro de Berlín.
No obstante, en el epílogo, en un ejercicio de gran honestidad que realiza una concienzuda síntesis de todos los pasos seguidos en este itinerario, el autor se pregunta si esta conexión entre ontología del diferencia (del acontecimiento) y ética revolucionaria no es algo forzado e injustificado. Así lo dejan ver las figuras de Negri y Deleuze, más inspirados en Spinoza y Nietzsche que en Heidegger, en los que se patentiza como la herencia protestante sigue vigente en el pensamiento contemporáneo: la radical escisión entre voluntad y mundo, subjetividad y circunstancia, herencia y libertad. El sujeto se debate entre entregarse mística y pasivamente a la historia del ser, o en volverse el ejecutor y hacedor de un mundo nuevo que tiene en su propia voluntad su único fundamento. La dialéctica identidad y diferencia da cuenta de esta polémica absolutamente falseada de la realidad.
El autor no cita (quizás una de las grandes lagunas del texto) al verdadero padre de toda esta corriente de pensamiento contemporáneo: Schelling. Fue el Schelling que venía del panteísmo espinosista el que forjó un concepto de libertad cuyo fundamento en falta (Ungrund) será la base para un modo paradójico de identidad quebrada, dando origen a una relación de fundamentación en la cual la razón no podía cerrar lógicamente la reflexión, como en el caso de Hegel. De ahí que Schelling esté en el fondo del pensamiento de Heidegger y de Zizek, pero también en el de Negri y Deleuze por no citar el caso de Bloch, Lacan y otros muchos que pululan por este texto.
No es el lugar aquí para realizar una crítica del pensamiento schellinguiano pero, sin duda, están fundamentadas las razonables dudas del autor por la débil e injustificada fundamentación ontológica y metafísica de la propuesta filosófica de los autores tratados. Como no ver la presencia del judaísmo en el pensamiento de Derrida o Levinás, o la del ateísmo nihilista en Deleuze, o el crudo jesuitismo en Heidegger.
Es obvio que las opciones ético-religiosas de los autores son las que fundamentan su visión del mundo y no al revés, o sea, que la metafísica es un destilado racional de las propias creencias. Ya, en clave irónica como siempre, advertía Ortega y Gasset que en las “creencias se está mientras que las ideas se tienen”, cuando quería sostener que las ideas son destilados no autoesclarecidos de las propias creencias que marcan nuestro estar en el mundo.
Saludemos, pues, con agradecimiento este lúcido, rico y bien meditado compendio de este rico venero de la filosofía contemporánea que quiere confrontarnos con la necesidad de actuar ética y políticamente en un mundo posposmoderno que se deja arrastrar automáticamente en un mundo sin horizonte de futuro, sin ideal ni utopía, sin sueño, ideales, creencias ni convicciones.
Mi única duda al respecto es si el suelo de la ontología de la diferencia es el buen suelo para edificar dichos sueños renovadores de lo social y lo político y, no más bien su lastre, su insuficiencia y la raíz de su impotencia. Dejemos que los nuevos filósofos, las generaciones venideras, nos ilustren sobre eso.