(Por Leandro Sequeiros) El martes 7 de mayo de 2019 tuvo lugar en Málaga un acto en la Academia Malagueña de Ciencias con ocasión de los 60 años de la polémica conferencia de C. P. Snow sobre las dos culturas, y en el que intervinieron Antonio Diéguez y Federico C. Soriguer. Aprovechando la ocasión intentamos en este escrito volver sobre las ideas de Snow para analizar sus implicaciones.
Antecedentes
En mayo de 1959 el científico y escritor C. P. Snow dictó en Cambridge una conferencia en la que desarrolló la noción de “las dos culturas” para aludir a la creciente separación entre los saberes de los científicos y los saberes de los humanistas[1]. Aunque la grieta había comenzado a abrirse en el XVII, el siglo de la ciencia; la categórica fractura —que nunca había dejado agrandarse— pudo ser certificada desde la generalización del empleo del término “scientist” (científico) en el sentido acuñado por William Whewell en el Prefacio a The Philosophy of the Inductive Sciencesde 1840. Desde entonces, la venerable figura del filósofo natural —Newton, Lavoisier o Lyell habían sido filósofos naturales— desaparece para dar paso a los científicos como gremio bien distinto del de los filósofos.
En el siglo XIX se habían producido algunos intentos de integrar teóricamente ambos tipos de pensamiento o saberes. Entre tales tentativas destacó muy especialmente la sociología de Comte, pretendida ciencia omniabarcante, de jerarquía superior a la biología y a la física. Sin embargo, la primera reflexión filosófica metacientífica claramente delimitada y definida como disciplina autónoma suele atribuirse al positivismo lógico del círculo de Viena (Schlick, Popper, Carnap, Morris, Neurath, etc.) y en tal sentido, la epistemología surgió asociada al magno intento aglutinador que en la década de 1930 supuso la Enciclopedia de la Ciencia Unificada.
Tras la Segunda Guerra Mundial el crecimiento exponencial y el auge social de la ciencia —en una civilización que se podría caracterizar sin ambages como científica a la vista de su estrecha dependencia de ella— propiciaron el acercamiento a este fenómeno por parte de investigadores sociales como R. K. Merton, quien propuso un código de honestidad intelectual de la ciencia, y De Solla Price, J. D. Bernal o el citado C. P. Snow, quienes profundizaron en aspectos relacionados con los mecanismos de control de la ciencia por parte de la sociedad.
Paralelamente, en la segunda mitad del siglo XX, la filosofía de la ciencia renunció prácticamente a imponer sus ideas sobre la naturaleza o sobre la ciencia y se marcó como tarea la de reflexionar a posteriori acerca de las grandes teorías científicas surgidas a lo largo de la historia, teorías por tanto ya construidas. Se trataría de analizar la ciencia a partir de sus métodos, leyes, axiomas, hipótesis, experimentos, etc. para después intentar reconstruirla sintácticamente desde un punto de vista formal o lógico-matemático. Pero esta tarea, a la que se aplicaron filósofos de vocación estructuralista, como Carnap o Stegmüller entre otros, no tardó en mostrarse excesivamente ardua y no demasiado productiva. La reconstrucción analítica también fue ensayada a partir de la concepción semántica de la verdad de Tarski, pero el enfoque semántico resultó igualmente irrealizable e incompleto.
Otra aproximación indudablemente más factible y exitosa fue la debida a Thomas S. Kuhn con La estructura de las revoluciones científicas(1962): en este caso ya no se trataba de desentrañar la estructura de la ciencia —desde el punto de vista de su justificación, como habría dicho Reichenbah—, sino de estudiar el desarrollo histórico de sus teorías o paradigmas —un punto de vista más cercano al descubrimiento—. La senda historicista abierta por Kuhn para el estudio de la ciencia tuvo una excelente acogida al manifestarse más viable que las opciones analíticas y estructuralistas.
Mas la preeminencia de la ciencia en la sociedad contemporánea genera una reflexión pragmática incesante acerca de ella misma desde perspectivas cambiantes y no exclusivamente históricas. Siguiendo la estela de Kuhn desde posiciones gradualmente más radicales surgieron en las últimas décadas del siglo XX numerosos programas interdisciplinares de Ciencia, Tecnología y Sociedad, CTS, dedicados al estudio de la práctica científica y de la relación entre la ciencia y la sociedad. La ciencia y, sobre todo, la tecnología son objeto de análisis social y protagonizan el debate político. La sociología —cuyo interés tradicional por la ciencia solía limitarse al análisis del contexto social en que se enmarcaba la actividad científica— dio un paso más y propuso explicaciones en términos sociológicos incluso para los contenidos de las teorías científicas. David Bloor fue uno de los fundadores de lo que vino a llamarse el «programa fuerte» de sociología del conocimiento. En una línea parecida cabe mencionar los trabajos de Barnes, Pickering, Collins y Pinch entre otros «científicos sociales». Estos autores son contemporáneos y coincidentes en algunos conceptos con las tendencias filosóficas y literarias postmodernas con las que parecen confluir en un relativismo histórico-social crítico respecto de las concepciones dogmáticas o simplemente tradicionales de la ciencia.
Dos culturas, tres culturas…
En la famosa conferencia de 1959 a la que se hacía mención al inicio de este artículo, C. P. Snow —pese a reconocer la dependencia cada vez mayor de la civilización respecto del desarrollo científico— afirmaba que la fractura entre los dos supuestos tipos de saberes, el científico y el humanístico, no había hecho sino agrandarse a lo largo del siglo XX. Sin embargo, en la segunda edición fechada en 1963 de su celebérrima conferencia, Snow agregó un nuevo ensayo —Las dos culturas y un segundo enfoque— en el que auguraba la emersión de «una nueva tercera cultura» que habría de tender un puente entre científicos y humanistas.
Menos claro queda el asunto de cómo habría de realizarse el proceso de colonización del espacio destinado a la tercera cultura tal como fue propuesto por Snow. Si habrían de ser los pensadores humanistas (tal vez filósofos o sociólogos) quienes iniciaran el acercamiento o incluso pretendieran un determinado control social de la poderosa ciencia, como se ha avanzado en el epígrafe precedente, o si por el contrario deberían ser los científicos quienes se dignaran a dar el primer paso iniciando al resto de la comunidad pensante en sus trascendentes pero hasta entonces herméticas investigaciones. No en vano, científicos como Einstein, Heisenberg, Böhr, Gödel, etc., ya habían intentado conectar ambas orillas explicando la ciencia al público culto en general. Tras el vaticinio de Snow, en efecto, otros científicos habrían de destacar en los campos de la historia o de la filosofía de la ciencia más aún que en los respectivos campos científicos en los que se habían formado, pensemos en los casos de T. S. Kuhn o de M. Bunge.
Pero hay más, desde la perspectiva de las relaciones entre ciencia y cultura, tal vez el fenómeno más reseñable de las últimas décadas haya sido el auge de la divulgación científica, que últimamente recibe una atención muy cuidada por parte de los editores, quienes encontraron un rico filón en los trabajos de autores como C. Sagan, S. Hawkins o S. J. Gould. El peaje a pagar por los divulgadores tras haber irrumpido en una esfera más literaria que científica fue, como era de esperar, el de un cierto desdén por parte de sus colegas científicos. Mas los ciudadanos de una sociedad básicamente científica no pueden vivir de espaldas a la ciencia y agradecen generalmente que algún científico se acuerde de ellos y se moleste en explicarles «dónde les aprieta el zapato».
En 1991, John Brockman publicó un ensayo titulado «The emerging Third Culture» que prosiguió con una serie de entrevistas con y entre científicos de lo que él consideraba la tercera cultura y que dio lugar a la publicación en 1995 de The Third Culture: Beyond The Scientific Revolution. En esta obra deplora que la consideración de «culto» haya estado tradicionalmente en manos de los miembros de la primera cultura: la de las letras, la filosofía, la historia y las artes. Brockmann argumenta que los hombres de letras no se relacionan con los científicos por lo que, a partir de los años ochenta, los científicos decidieron tomar por asalto el terreno de la primera cultura y comunicarse directamente con el público, algunos con gran habilidad, de forma que lo que tradicionalmente se llamaba «ciencia» se ha convertido en «cultura pública». Este desplazamiento habría generado, según Brockman, la «tercera cultura».
«La tercera cultura reúne a aquellos científicos y pensadores empíricos (1) que, a través de su obra y su producción literaria, están ocupando el lugar del intelectual clásico a la hora de poner de manifiesto el sentido más profundo de nuestra vida, replanteándose quiénes y qué somos» (J. Brockman, 1995:13).
El cócktail propuesto por Brockman no podría haber sido más del agrado del bolchevique Molotov pues algunos de los científicos referidos andaban ya enzarzados en interminables disputas a cuenta de la extrapolación de las conclusiones de sus respectivas ciencias al terreno abierto de los intereses generales de los lectores. Tan sólo mencionaremos a modo de ejemplo el enfrentamiento acerca de los mecanismos de la evolución mantenido entre el genetista Richard Dawkins y el paleontólogo Stephen J. Gould. La polémica se podría calificar de guerra entre dos ciencias —asunto gremial a fin de cuentas— en tanto que de los términos inconmensurables de dos ciencias diferentes (los genes o las especies) no parece esperable un consenso respecto del motor ni del tempode la evolución.
Así pues, la tercera cultura —en la nueva definición de Brockman— incluiría a aquellos científicos comprometidos, conscientes de la trascendencia de su cometido respecto de la sociedad en la que trabajan, que intentan «recobrar la ciencia accesible como una tradición intelectual honorable» tras «constatar el estado lastimoso de la educación científica» (S. J. Gould, Brontosaurus…, 1993: págs. 10 y 12). Y sin embargo —se lamentan esos mismos científicos— no es infrecuente que un humanista se vanaglorie de no saber hacer una raíz cuadrada. Es cierto —reconocen— que algunos científicos no leyeron nunca a Shakespeare, sin embargo no se sabe de ninguno que presumiera de ello.
De este modo, la tercera cultura —que en los pronósticos de Snow iba a ser un lugar de encuentro entre humanistas y científicos— pasa a ser —en la nueva propuesta de Brockman— un club prácticamente exclusivo de científicos (americanos y británicos) dada la supuesta renuencia de los humanistas a comunicarse con ellos. Los científicos contemporáneos en su faceta «divulgadora» constituirían de factola tercera cultura resultando innecesaria la comunicación entre científicos e «intelectuales literarios», pues los «intermediarios» ya no son precisos (J. Brockman, 1995: 18).
Más recientemente, en 2007, apareció la traducción española de la obra publicada en 2003, The New Humanist. Science and the Edge, editada asimismo por John Brockman[2].
Las guerras de la ciencia
Pero ¿es eso cierto? ¿están justificadas las jeremiadas de los científicos americanos? ¿están los humanistas tan orgullosos de su cultura que desprecian entrar en el debate? Muchos datos inclinan a pensar que esto no es así en absoluto. Incluso se podría argumentar en sentido contrario. El hecho admitido de pertenecer todos a una civilización altamente condicionada por el progreso científico deja fuera de dudas la trascendencia social de la ciencia. En consecuencia, como ya adelantamos, a los clásicos estudios filosóficos e históricos de la ciencia vino a añadírseles un inusitado interés sociológico propiciado desde instituciones muy solventes, en ocasiones desde las mismas instituciones que financian la labor de los científicos.
El asunto se complica porque —a diferencia de la filosofía o de la historia, cuyos respectivos planteamientos epistemológicos parecen claramente asentados—, estos últimos estudios no renuncian al adjetivo de científico o incluso lo incorporan a su esencia, bajo la controvertida denominación de «ciencias sociales» en las que se detecta un componente mimético que ciertos autores no dudan en calificar de «envidia de la física» y que suele manifestarse por el uso excesivo —frecuentemente distorsivo y no siempre justificado— de la cuantificación y de la estadística. Un segundo aspecto preocupante de la relativización de la ciencia que incluso reconocen H. Collins y T. Pinch (1993: 165) es que en ocasiones acaba conduciendo a la aceptación pública de «ciencias inusuales» entre las que mencionan la parapsicología, la telepatía, etc.
Así pues, y como habrían de denunciar posteriormente A. Sokal & J. Bricmont (1997), los partidarios del programa fuerte de sociología de la ciencia se encontraron ante un dilema: o bien se adherían de forma sistemática al escepticismo o relativismo filosófico, en cuyo caso no se entiende cómo van a construir una sociología «científica», o bien adoptaban exclusivamente un relativismo metodológico (no filosófico), apartando la naturaleza de la explicación científica. Por consiguiente, el planteamiento sociológico del «programa fuerte» y la actitud filosófica relativista posmoderna se fortalecen mutuamente (Sokal & Bricmont, 1997: 100).
Nadie parece cuestionar que la ciencia sea una construcción social en el sentido de que la clase de ciencia que se realiza tiende a reflejar los intereses económicos, la creencia y las necesidades sociales imperantes. Pero la forma «fuerte» del constructivismo va mucho más allá: para estos últimos la ciencia no sería más que un tipo de discurso del que se dota la comunidad. El «programa fuerte» de sociología de la ciencia encontró eco en Francia con Bruno Latour (2) y, como era de esperar, fue aceptado con especial simpatía por diversos pensadores de corrientes postmodernas. Sokal y Bricmont son especialmente duros con la obra de Latour de la que afirman contiene numerosas proposiciones formuladas con tal ambigüedad que resulta difícil tomarlas al pie de la letra, pero que si se elimina dicha ambigüedad sólo quedan afirmaciones verdaderas pero vanales o afirmaciones sorprendentes pero falsas (Sokal & Bricmont, 1997: 101). No menos críticos se muestran Gross y Levitt (1994: 57-62) quienes encuentran que en su obra, ingeniosa e iconoclasta, «Latour se complace dibujando un panorama de la ciencia triste y siniestro, fracasando en su intento radical de repensar la epistemología científica».
En las coordenadas intelectuales de los primeros años noventa, echando —sólo parcialmente— por tierra las benévolas previsiones de Snow, se desencadenó lo que se habría de bautizar como las «guerras de la ciencia». Andrew Ross parece haber el primero en emplear esta expresión en el artículo «Science Backlash on Technoskeptics» publicado en The Nationel 2 de octubre de 1995. La querella implicaba «en bloque» a científicos sociales y a científicos naturales y enfrentó a ambos colectivos forzándolos en muchas ocasiones a cerrar filas y confundiendo en la batalla algunas «enseñas políticas».
Aunque, como se ha visto, la polémica venía de lejos, el detonante de la guerra suele considerarse la publicación de The Golem: what everyone shoud know about science(1993) de Harry Collins y Trevor Pinch, dos sociólogos británicos especialistas en CTS y pertenecientes al denominado grupo de Edimburgo. Estos sociólogos emplearon la metáfora del Gólem para desmitificar la ciencia:
«La ciencia es un gólem» (…) «Gólem es una metáfora que se aplica a cualquier bruto que ignore tanto su propia fuerza como la magnitud de su estolidez e ignorancia» (…) «No es una criatura perversa sino un poco necia» (…) «No hay que reprocharle sus errores; son nuestros errores» (…) «Los ciudadanos que quieran participar en el proceso democrático de una sociedad tecnológica han de saber que toda ciencia está sujeta a controversia y, por tanto, cae en el círculo vicioso del experimentador» (Collins & Pinch, 1993: 13-15).
Para los sociólogos del programa fuerte la ciencia no sería más que un tipo de «construcción» social, vocablo muy adecuado al pensamiento posmoderno que goza de una gran aceptación —especialmente entre pensadores de izquierdas, pues como apunta I. Hacking (1998, trad. 2001: 69) «aún puede ser liberador constatar que algo es construido y no forma parte de la naturaleza de las cosas, de las personas o de la sociedad humana»—. Los resultados de la ciencia no nacen de una comprensión más profunda de la «realidad natural», sino que son construcciones mentales intersubjetivas. En su libro, Collins y Pinch fomentan no pocas suspicacias respecto de la ciencia dirigidas a los ciudadanos de una sociedad democrática, a los humanistas en particular:
«No es posible separar la ciencia de la sociedad; sin embargo, la preservación de la idea de que son dos esferas distintas es lo que crea la imagen autoritaria que resulta tan familiar a la mayoría».
«Tal como están las cosas, tenemos sólo (…) dos formas de considerar la ciencia: o es del todo buena o es del todo mala» (…) «El problema es que los dos estados (…) son de temer» (Collins & Pinch, 1993: 164)
Respecto de los errores de la ciencia:
«No se les puede pedir a los científicos y a los técnicos que dejen de ser humanos; sin embargo, sólo unos autómatas míticos (…) podrían ofrecer el tipo de certeza que los científicos han hecho que esperemos de ellos mismos» (Collins & Pinch, 1993: 164).
Sobre el conocimiento público de la ciencia se cuestionan:
«¿Qué cambios supone esta concepción de la ciencia? (…) no se trata de una actitud anticientífica. Poco afectaría a cómo trabajan los científicos en la mesa del laboratorio. En cierto sentido, la visión social de la ciencia carece de utilidad para los científicos; no haría otra cosa que debilitar la fuerza que da alas a la determinación de descubrir. Nuestras redescripciones deberían tener su efecto en el método científico de todas esas disciplinas que imitan de mala manera lo que en ellas se cree es la forma de proceder de las prestigiosas ciencias naturales».
«Es notorio que las ciencias sociales padecen la primera de esas dos enfermedades: la envidia de la física (psicología experimental, sociología cuantitativa que no consisten más que en hipótesis pedantemente expresadas y manipulación estadística sin fin de datos marginales)» … «La segunda enfermedad es más preocupante. La favorable recepción pública de ciencias inusuales como la parapsicología» (Collins & Pinch, 1993: 165).
Las respuestas a las tesis de la Escuela de Edimburgo no se hicieron esperar. Desde revistas científicas como Physics Todaytoda una comunidad de científicos naturales ¿o deberíamos decir «científicos a secas»? se sobresaltaron indignados. Un año después de la aparición del libro de H. Collins y T. Pinch, P. R. Gross y N. Levitt publicaron Higher Superstition: the Academic Left and its Quarrels with Scienceen el que se pueden leer cosas como:
Las pretensiones de interpretar el conocimiento científico como la mera transcripción de las perspectivas sociales del varón occidental capitalista, o como un producto deformado por la prisión de la lengua, son desesperadamente ingenuas y reduccionistas. No tienen en cuenta ninguna lógica específica de las ciencias y son demasiado groseras para dar cuenta de la textura conceptual de cualquier categoría del pensamiento científico importante (Gross & Levitt, 1994: 40).
La ambición central del programa cultural del constructivismo —explicar los más profundos logros de la ciencia como corolario de ciertas asunciones sociales y de su agenda ideológica— es vana y perversa (Gross & Levitt, 1994: 69).
Izquierda y derecha en el cosmos
La polémica se hizo cada vez más áspera y excesivamente maniquea, se intentó sucesivamente politizarla y despolitizarla: mientras unos tachan a la ciencia de autoritaria y reaccionaria; otros hablan con menosprecio de una «izquierda académica», aunque luego explican que esto no lo aplican a académicos con visiones izquierdistas, sino más bien a un tipo de crítico de la ciencia, presumiblemente progresista, que malinterpreta sistemáticamente la naturaleza del trabajo científico. Pero es cierto que científicos notablemente conservadores como E. O. Wilson o S. Weinberg se apuntan a la cruzada cientifista inaugurada por P. Gross frente a los sociólogos posmodernos supuestamente izquierdistas. Bajo las interpretaciones políticas siguen aflorando puntos de encuentro y desencuentro entre ciencias y humanidades. E. O. Wilson sostiene que la mayor empresa de la mente es el intento de conectar las ciencias con las humanidades. En su opinión, si se fomentase la «consiliencia» del conocimiento, la cultura acabaría por caer dentro de la ciencia. La ciencia necesitaría de la intuición y el poder metafórico de las artes, mientras que las artes precisan la sangre nueva de la ciencia.
El conocimiento científico viene envuelto en ideología. Desde la física, pasando por la biología, hasta llegar a las muy ideologizadas ciencias sociales, las instituciones que validan y financian la ciencia evalúan la investigación basándose en las publicaciones en «revistas de reconocido prestigio» con comités de lectura constituidos por expertos que, especialmente en los casos de las ciencias humanas, pero no solamente en ellas, se alinean y exigen un alineamiento con los postulados ideológicos de los editores.
Algunos filósofos como Richard Rorty o Ian Hacking describen la situación como una guerra en la que unos creen en la verdad y en la racionalidad mientras que otros las niegan; éstos segundos —los «chicos malos»— serían los postmodernos, irracionalistas, relativistas, o construccionistas sociales. Los «chicos buenos», por su parte, creen que la ciencia nos cuenta las cosas como realmente son, pues disfruta supuestamente de una especial relación con la realidad; para ellos el paradigma de la racionalidad sería la investigación científica y la verdad sería simplemente el resultado de esta investigación. Los «buenos chicos» serían profundamente suspicaces respecto de filósofos de la ciencia como Bruno Latour y Thomas S. Kuhn, quienes describen conflictos entre teorías científicas con los mismos términos que emplearían para describir conflictos morales u opiniones políticas. Con grandes dosis de ironía, I. Hacking interpreta las tesis de E. O. Wilson y Paul Gross como una invitación a tomar la ciencia natural como modelo para otras actividades humanas. Lo más preocupante es que Wilson sea un entomólogo especialista en hormigas, unos bichos cuyo fascinante comportamiento social no parece el mejor modelo político.
Hacking hace remontar el origen de aquellas intuiciones contradictorias hasta Protágoras cuando afirmó que «el hombre era la medida de todas las cosas» frente a Platón, que situaba la medida fuera del alcance humano, llámese el Bien, la Voluntad divina o, ¿por qué no?, la «naturaleza intrínseca de la realidad física». Los científicos que, como Steven Weinberg, no dudan de que la realidad tenga una estructura intrínseca eterna e invariable que la ciencia natural podría eventualmente descubrir se alinearían entre los seguidores de Platón. En el lado contrario, Kuhn, Latour o Hacking vienen a dar la razón a Protágoras. En Science, Truth, and Democracy(2001) Phillip Kitcher demuestra que el desarrollo desigual de los campos científicos dibuja el mapa de los diversos intereses de la sociedad, lo que significa que una sociedad democrática señala de algún modo sus límites a la ciencia.
Aún así, el maniqueísmo político no debería forzar la interpretación dicotómica, es obvio que ni la ciencia es de derechas, ni los críticos sociales pueden ser la única referencia progresista. Posiciones muy similares a las de I. Hacking, P. Kitcher o J. R. Brown fueron también defendidas por científicos tan poco sospechosos de reaccionarios como S. J. Gould:
El final del milenio [dada la humana inclinación hacia las dicotomías] ofrece una supuesta batalla conocida como «las guerras de la ciencia». Las dos partes de esta hipotética confrontación han sido nombradas respectivamente como «realistas» (casi todos los científicos en ejercicio) que sostienen la objetividad y la naturaleza progresiva del conocimiento científico, y «relativistas» (procedentes de las facultades universitarias de humanidades y de ciencias sociales) que advierten del marco cultural en que se encaja toda factualidad universal y que contemplan la ciencia como un sistema de creencias entre otros muchos alternativos, todos igualmente dignos porque el propio concepto de «verdad científica» representaría solamente una construcción social inventada por los científicos (conscientemente o no) para justificar su hegemonía sobre el estudio de la naturaleza (S. J. Gould, 2000).
La broma de Sokal
En la orilla literaria, las pretensiones —seguramente trucadas— de algunos humanistas, filósofos, psicoanalistas y científicos sociales habrían de encontrar un serio correctivo en el celebérrimo «caso Sokal» cuyos efectos higiénicos y dialécticos sobre la teoría de la ciencia no pueden dejar de señalarse. Como se ha avanzado ya, el punto álgido de las guerras de la ciencia se alcanzó con este famoso caso. Alan Sokal, un físico teórico harto de la mistificación de que era objeto el lenguaje científico por parte de ciertos pensadores posmodernos, tras empaparse del estilo y de la jerga de éstos, pergeñó una parodia titulada nada menos que «Transgressing the Boundaries: Toward a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity» («Transgrediendo los límites: hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica») que envió a la revista Social Text. La parodia lanzaba, desde una posición supuestamente progresista, una sarta de críticas a la ciencia del tipo de las que circulaban en medios post-estructuralistas, relativistas, antirracistas y feministas. También ironizaba contra las objeciones denunciadas por Paul R. Gross y Norman Levitt en Higher Superstition. El consejo de redacción, presidido por Andrew Ross (de la Princeton University) no sólo aceptó el texto de Sokal —que apareció en un número especial de Social Textde mayo de 1996 dedicado precisamente al tema de la «Guerras de la ciencia» (cinco de los artículos publicados en este número emplean esta expresión en el título)— sino que para redondear el chiste, los editores añadieron el siguiente comentario en el prólogo: «Un intento serio de un científico profesional de buscar a partir de la filosofía posmoderna afirmaciones útiles para los desarrollos de su especialidad».
Tan solo tres semanas después de aparecer el artículo, Sokal hizo pública la broma a los editores de Social Texten otro artículo: «A Physicist Experiment with Cultural Studies», publicado en Lingua Franca(núm. 6, mayo-junio 1996). Tal vez si Sokal se hubiera demorado algo más en publicarlo hoy nos podríamos seguir regocijando al comprobar los altos índices de impacto y aceptación de su parodia, pero, en cualquier caso, el escándalo suscitado fue mayúsculo.
Un año más tarde, en 1997, Alan Sokal y Jean Bricmont publicaron el libro Impostures Intellectueles, en el que se exponen las razones de la parodia de Sokal y se discuten varios textos «postmodernos» (de Lacan, Kristeva, Irigaray, Latour, Baudrillard, Deleuze, etc.) objetos de la burla de Sokal. El texto, de una claridad meridiana, supone una aportación coherente y brillante al debate entre las dos culturas desde el realismo cientifista que va más allá del simple experimento que supuso la parodia. Por cierto que los autores no se proponen «criticar a la izquierda, sino ayudarla a defenderse de un sector de ella misma que se deja arrastrar por la moda». En palabras de Sokal y Bricmont (1998: 17): «confundir la hostilidad a la injusticia y a la opresión, con la hostilidad a la ciencia y a la racionalidad es un sinsentido».
A fin de cuentas, admitir algunos privilegios a la ciencia que dejaran así determinados contenidos de la misma al abrigo de según qué interpretación delirante no debería suponer una abrupta separación entre las dos culturas. El affaireSokal puso freno a un fenómeno un tanto desquiciado de la cultura contemporánea que Basarab Nicolescu denominó la «absolutización de lo relativo». El lenguaje de las ciencias había sido sacado de su contexto y manipulado hasta demostrar lo que fuese preciso. La primera víctima de esa desconstrucción habían sido las ciencias exactas que de esta forma pasaban a ser una construcción social más. No es extraño que en poco tiempo Alan Sokal se convirtiera en el héroe de «una comunidad científica que percibía la contradicción entre su práctica diaria y su representación social» (B. Nicolescu, «Au delà des extrémismes», Transversales Science/Culture, n° 47, septembre-octobre 1997).
Cómo se ríe una broma
Pero tras airearse el escándalo, la reacción de muchos científicos fue sumamente virulenta. Abundaron las mofas dirigidas hacia Social Texty hacia el progresismo sociológico y relativista. Aparentemente entre ciencias y humanidades se había abierto un gran abismo. Con Sokal se destapó la caja de Pandora. Steven Weinberg argumentó en The New York Review of Booksque las humanidades jamás podrían alcanzar los estándares de precisión científica. Para el premio Nóbel una de las condiciones del nacimiento de la física moderna había sido justamente la ruptura entre el mundo de la física y el mundo de la cultura. Poco espacio pues para la tercera cultura y menos aún para quienes cuestionasen la realidad de las leyes físicas, la realidad objetiva o la hegemonía intelectual de las ciencias naturales; ningún crédito a quienes no tengan claro lo que significa que una teoría sea verdadera o falsa o desconozcan la existencia de leyes impersonales y eternas que garanticen el progreso objetivo de la ciencia. La ciencia detentaría la verdad que por definición no puede depender del ambiente social.
La revancha de los científicos realistas fue ciertamente subida de tono. Sin embargo, el debate filosófico —a diferencia del científico— nunca se acaba de cerrar y —como era de esperar— los humanistas, relativistas y posmodernos en general tardaron poco en encajar el golpe de efecto que supuso la broma de Sokal.
El 30 de septiembre de 1997, Robert Maggiori publicó en el diario parisino Libérationun artículo titulado «Fumée sans feu» en que acusaba «a ciertos científicos pedantes» de dedicarse a corregir errores gramaticales en cartas de amor. Ian Hacking, tras reconocer en ¿La construcción social de qué?lo equivocado que había estado cuando afirmó —tras estallar el asunto en 1996— que Sokal había tenido ya sus quince minutos de gloria, se reafirma en la denuncia constructivista, especialmente en lo que suponen la construcción social y el relativismo en el ámbito de lo político.
Si lo de Sokal fue un experimento no sería correcto extraer conclusiones precipitadas: que una revista supuestamente prestigiosa como Social Text(editada por la Universidad de Duke, en Carolina del Norte) publicara el artículo de marras no prueba «que la ciencia esté amenazada por la falta de rigor imperante en medios intelectuales que practican un cierto relativismo cultural». Como denuncia el editorial de La Recherchen° 292 de noviembre de 1996, por la misma época, la no menos prestigiosa publicación científica (nada sospechosa de relativismo cultural) Journal of Physics D: Applied Physicsestuvo a punto de sacar a la luz un artículo sobre cierto «dispositivo antigravedad» tras ser valorado positivamente por tres informantes de su consejo de redacción.
Ni que decir tiene que el asunto volvió a ser valorado en los términos maniqueos de las dos culturas (científicos / humanistas), además de los consabidos dualismos ideológicos (3) (izquierda / derecha), nacionalistas (4) (franceses / americanos) o filosóficos (racionalistas / relativistas) que han gastado mares de tinta y ocupado cientos de páginas web, amén de amenazar con seguir haciéndolo en el futuro. En tal sentido, Etienne Klein (La Recherche, 297, abril 1997, p. 95) señala dos efectos perversos, que también los tuvo, del asunto Sokal una vez disfrutados los indudables beneficios críticos e higiénicos. El primero sería un cierto efecto descorazonador hacia aquellos epistemólogos comprometidos en sentar las bases de una ciencia moderna que acogiera a las ciencias humanas bajo el mismo prisma crítico que a la ciencia «dura». El segundo efecto sería el de dar paso a una arrogancia cientifista que se creería así a salvo de todo examen crítico.
¿Guerras de la ciencia? No, guerra de las ciencias
A estas alturas de la discusión se nos puede exigir ya que vayamos tomando partido. No se tratará tanto de inclinarnos por güelfos o gibelinos, cuanto de precisar desde un planteamiento gnoseológico qué cosa son «las guerras de la ciencia» y qué «la tercera cultura», así como justificar si es lícito vincular ambos eventos. Entendemos que el mejor servicio que puede prestar la filosofía sería el de intentar sistematizar y aclarar este embrollo. Para ello será imprescindible no descuidar ninguno de los aspectos sintáctico-semánticos ni pragmáticos ensayados sucesivamente por la teoría de la ciencia de la segunda mitad del siglo XX y que mencionábamos en el primer apartado.
Para comenzar admitiremos provisionalmente —porque ha sido ampliamente descrita, tácitamente adoptada y para no remontar la discusión demasiado lejos— la distinción tradicional entre ciencias «duras» y ciencias «humanas» y asumiremos que la sociología y las ciencias sociales en general formen parte del segundo grupo. Se sobreentiende bajo la rúbrica de «ciencias duras» un conjunto plural y heterogéneo pero relativamente bien definido extensional y consensualmente que incluiría a las ciencias experimentales o naturales y a las exactas. Tanto la sociología, como la historia de las ciencias concretas aportarían datos imprescindibles para la construcción pragmática de cualquier ciencia; pero referidas globalmente a la totalidad que representa de idea de ciencia ocuparían su lugar entre las ciencias humanas que, a diferencia de las ciencias naturales, no pueden segregarse del sujeto, lo que obviamente afecta a su contenido objetivo.
La primera cuestión a considerar es la de saber si las guerras de la ciencia se despliegan en el ámbito de la tercera cultura desalojando a esta última de la supuesta plataforma donde deberían encontrarse y dialogar ciencias y humanidades. En el caso de que esto fuera así, las guerras de la ciencia serían ni más ni menos que las contradicciones del espíritu de la tercera cultura. Porque otra posibilidad sería que las guerras de la ciencia y la tercera cultura fueran fenómenos independientes.
Así pues, ¿sería correcto caracterizar el debate simplificándolo como sigue?: «En el emplazamiento previsto por Snow para un supuesto encuentro de la ciencia natural con las humanidades (la tercera cultura), se está produciendo una serie de batallas entre la ciencia y las humanidades porque estas últimas se atrevieron a criticar los métodos o dogmas de aquella». Aunque ingenua y simplista, la propuesta anterior podría servir como punto de arranque para una revisión de los términos en ella vertidos. Hemos admitido, con desgana ciertamente, la dualidad ciencias naturales / humanidades (que incluirían a las problemáticas ciencias sociales) por ser un dato de común consenso y no ser este el lugar de venir a replantearlo. Pero, ¿habremos de admitir el monismo que representa hablar de ciencia en singular como se hace en «las guerras de la ciencia»? Obsérvese que en ese totum revolutumque supone hablar de ciencia en singular coinciden el viejo Wilson y los progres relativistas. La ciencia (en singular) es una idea, un concepto (ni siquiera científico) asimilable a otras nociones ambiguas (como lo es la idea de cultura). Como tal idea, la ciencia es un producto humano, social, histórico y filosófico sobre el que sin duda los humanistas tendrán mucho más que decir que los propios científicos imbuidos en sus propios prejuicios particulares. Sería, en suma, algo parecido al Gólem de Collins y Pinch.
Pero ¿qué rara especie son los científicos sino biólogos, físicos, matemáticos, etc.? Puesto que ni el físico es biólogo, ni el matemático sabe de química, difícilmente ninguno podrá hablar en nombre de toda la ciencia. ¿Por qué tanto interés en hablar de la ciencia en singular cuando su primera característica es precisamente su pluralidad? No será por la unidad del método científico, ni por ser unitarios sus objetos de estudio, que tampoco lo son, ni los sujetos, ni sus principios. Ni las leyes y teoremas de que se dota cada una de las ciencias son extrapolables a las demás. Hablar de «la ciencia» es una simplificación grosera e inaceptable. Sería más prudente y orientaría más acertadamente la discusión hablar de «ciencias» a la vista de la multiplicidad de las mismas. Pensar la ciencia en singular es una manera inapropiada de situarla frente a las coordenadas imprecisas de la cultura. Supone asumir acríticamente la concepción heredada de la ciencia y gran número de lugares comunes que comprometen la racionalidad científica pero sin dar tampoco las claves de la confianza razonable y el consenso que genera. Asimilar ciencia a cultura es incorrecto y gran parte de la confusión se introduce por este grave error deslizado ya en la obra de Snow.
Al invocar las guerras de la ciencia se quiere significar una guerra —con múltiples batallas— entre «la ciencia» —como dudosa unidad colectiva y, por dudosa, desprestigiada— y «las humanidades» —siempre plurales y hoy capitaneadas por la ambiciosa sociología—. Pero esta guerra reproduce una vieja disyuntiva filosófica entre racionalistas e irracionalistas, o si se prefiere, entre las posiciones realistas (desde las que la mayoría de científicos sostienen la objetividad de su ciencia, la realidad exterior y la verdad del conocimiento científico) y las posturas relativistas (de humanistas y postmodernos, según las cuales ciencia y verdad científica no serían más que construcciones sociales). Ver a los primeros como good boys(de derechas como Wilson, Gross o Steinberg) y a los segundos como bad boys(de izquierdas como Latour o Kuhn) como hacen Richard Rorty o Ian Hacking es una simplificación no sólo tendenciosa sino, sobre todo, falsa. No conviene mezclar la disyuntiva filosófica entre realismo y relativismo —según el análisis de la experiencia del objeto por parte del sujeto— con la muy frecuente confusión entre elementos ontológicos y epistemológicos que Sokal certeramente denuncia en la obra de Bruno Latour y en el programa fuerte de sociología de la ciencia.
Por tanto, proponemos «la guerra de las ciencias» en lugar de «las guerras de la ciencia» para referirnos a este fenómeno de ocupación de un cierto espacio metacientífico, de una problemática plataforma de debate y comunicación —expresada en lenguaje de un nivel que nunca podrá ser científico, ni literario-metafórico, sino metacientífico o filosófico— como corresponde a la difícil conexión entre distintos saberes más o menos categoriales y aislados. Pues, en resumidas cuentas, considerando la ciencia como un bloque unitario frente a las humanidades, sus mutuas relaciones no sabrán ser sino problemáticas y acabarán desembocando en imposturas. Esta es la única posibilidad de desmontar insensatos malentendidos y vacuas imposturas, llámense éstas científicas o intelectuales.
Así pues entendemos la tercera cultura, como una plataforma de diálogo —o de agria discusión llegado el caso— practicada normalmente por científicos que aceptan ya un determinado nivel de discusión, que asumen un cierto grado de realidad y de verdad para las teorías científicas. Las discusiones serán en ocasiones gremiales, siempre filosóficas (pues no son discusiones internas de la ciencia sino confrontaciones metacientíficas desde fuera de ella), seguramente más finas, atañerán normalmente a la situación o preponderancia de las respectivas ciencias en el orden natural: a sus escalas, a los niveles de la realidad física entre los que se detectarán pretensiones emergentistas, maniobras de reducción de unas ciencias a otras o controversias disciplinares. Y cuando los autores implicados intentan el solapamiento entre sus ciencias seguramente se limitarán a describir fenomenológicamente los campos científicos.
Para estudiar las controversias suscitadas tanto por las denominadas guerras de la ciencia, como por la supuesta tercera cultura convendrá adoptar una actitud pluralista que rehúse tanto los monismos (tipo ciencia unificada, consilience, etc.), como los dualismos (primera / segunda cultura) e incluso los nihilismos improductivos (relativismos, etc.). Ahora bien, cuando Brockman habla de tercera cultura se está refiriendo a algo bien distinto de lo que había pensado Snow. Snow imaginaba un lugar de encuentro entre «la ciencia» y «las humanidades». Pensar la ciencia en singular sólo puede llevar a las guerras de la ciencia, porque la ciencia en singular es una idea, una totalidad distributiva sin existencia categorial, la idea de «ciencia» no es idea internamente científica. De la confrontación entre ideas surgen las disputas ideológicas: la idea de Snow era progresista, sin embargo vemos que puede haber multitud de interpretaciones de tal idea.
La idea monista de ciencia es necesariamente dogmática, especialmente cuando va vinculada a la universalidad de un determinado tipo de verdad (la verdad científica). Sin embargo, la tercera cultura de Brockman es una plataforma filosófica y de debate de las ciencias categoriales entre sí, cuyos aspectos positivos y divulgativos son notorios. En realidad deja de ser enfrentamiento filosofía-ciencia para ser puente de encuentro científico entre ciencias distintas: es una plataforma metacientífica, esto es, filosófica; porque a nadie se le oculta que las disputas entre un paleontólogo (como S. J. Gould) y un genetista (como R. Dawkins) no conforman el procedimiento de las ciencias sino que constituyen un debate filosófico (externo) en el que los filósofos (como D. Dennett) pueden participar y en el que se pueden detectar figuras filosóficas y dialécticas clásicas (reduccionismo, emergentismo y anamórfosis, principalmente). Por otra parte, la propia heterogeneidad categorial hace inconmensurables sus respectivas ciencias, pero no porque sean «paradigmas inconmensulables» (como diría Kuhn) sino porque los propios términos de cada una de ellas lo son (i.e. especies u órganos anatómicos en el caso de la paleontología frente genes o «interactores» del evolucionismo genético de Dawkins). De esta «inconmensurabilidad» proceden las batallas filosóficas de la tercera cultura de Brockman.
Por lo demás, los conflictos entre ciencias no son cosa nueva. La geología soportó estoicamente los embates de los físicos durante el XIX queriendo reducir la edad de la Tierra a la medición de un supuesto calor residual que resultó no serlo. No se trata de simples debates gremiales, aunque la plataforma de la tercera cultura más que un puente entre humanistas y científicos lo sea entre científicos que ejercen diversas disciplinas científicas. El reduccionismo genético de Dawkins o el emergentismo vitalista de Gould son posturas filosóficas, tomadas a partir de ciertos principios científicos inconmensurables porque pertenecen a categorías diferentes. Un pacto de consiliencesería obviamente inviable.
Entonces ¿dónde queda de la verdad científica? En el ámbito de cada categoría, desde luego. Las verdades se palpan porque funcionan: se prueban las mutaciones de gen en gen y se constatan grandes cambios morfológicos en el contenido de estratos sucesivos y cercanos en el tiempo. Ambos funcionan. Tendrán que ser compatibles y coexistir separadamente. Pero contarlo desde fuera es cosa de la tercera cultura: de pensadores teorizantes o de los propios científicos cuando filosofan.
La supuesta identificación en bloque con las dualidades denunciadas, esto es, adjuntar al científico la etiqueta de realista y al humanista la de relativista es un proceder que atenta al sentido común. Sin embargo se constatan ciertos impulsos en tal sentido en el más radical discurso posmoderno americano cuando afirma que la ciencia es incapaz de tratar los hechos humanos y el universo mental. O cuando la acusa de puro mecanicismo y la reduce a un tipo de lenguaje humano o de construcción social creyendo que esto alcanza a la propia naturaleza. Sokal no se equivoca cuando denuncia que este discurso confunde ontología y epistemología. Pero no es menos cierto que Sokal mete en el mismo saco irracionalista a autores que, como Lacan o Kristeva, seguramente usaron de forma fraudulenta —ellos dirían metafórica— ciertos conocimientos científicos discutibles para apropiarse del prestigio de la ciencia y a otros que como Latour cuestionan el estatuto de las verdades científicas.
Así pues, la tercera cultura de Snow, más que como plataforma de encuentro, podría describirse como un campo de batalla metacientífico, como un puente a tomar al asalto dialéctico desde cualquiera de las múltiples orillas.
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Notas
(1) Los veintitrés pensadores incluidos por J. Brockman en su antología de la tercera cultura fueron: Paul Davies, Richard Dawkins, Daniel C. Dennett, Niles Eldredge, J. Doyne Farmer, Murray Gell-Mann, Brian Goodwin, Stephen Jay Gould, Alan Guth, W. Daniel Hillis, Nicholas Humphrey, Steve Jones, Stuart Kauffman, Christopher Langton, Lynn Margulis, Marvin Minsky, Roger Penrose, Steven Pinker, Martin Rees, Roger Schank, Lee Smolin, Francisco Varela y George C. Williams. Esto es, siete físicos, nueve biólogos, cuatro informáticos,dos psicólogos y un sólo filósofo de la ciencia , D. Dennett.
(2) David Bloor (1999), sin embargo ve en Latour un crítico vehemente de la sociología del conocimiento en general y del programa fuerte en particular y no cree que a su obra deba adjuntársele la etiqueda de «constructivismo social».
(3) En Who rules the Science?, J. R. Brown observa que —a diferencia del debate de «las dos culturas» de Snow en el que los científicos eran generalmente gente de izquierdas y los humanistas parecían más conservadores— en «las guerras de la ciencia» mucha gente opina que los científicos se alinean a la derecha mientras que sus críticos lo hacen a la izquierda. Rebatiendo esta impresión, en una simplificación candorosamente ingenua, Brown describe cuatro posicionamientos al respecto cruzando pro- o anti-cientifismo con ideología derechista o izquierdosa. Esto le permite a él situarse en la casilla pro-science Left, la misma en la que con tan manifiesto interés se situara Sokal.
(4) Bruno Latour acusa a Sokal de encabezar una cruzada antifrancesa: «La France, à leurs yeux, est devenue une autre Colombie, un pays de dealers qui produiraient des drogues dures -le derridium, le lacanium…-, auxquels les doctorants américains ne résistent pas plus qu’au crack. Détournés de la vie joyeuse et saine des campus, oubliant même de prendre leur dose quotidienne de philosophie analytique claire comme de l’eau pure, ils se débiliteraient dans le relativisme!» (Le Monde, 18-1-1997).
[1]Agradezco al Dr. Evaristo Álvarez, de la universidad de Oviedo, sus aportaciones para la redacción de este trabajo. Ver: E. Álvarez. La guerra de la Ciencias y la Tercera Cultura. Cinta de Moebio19 (2004). Facultad de Ciencias Sociales. Universidad de Chile. http://www.moebio.uchile.cl/19/alvarez.htm.
[2]Brockman, J., edit.,El nuevo humanismo y las fronteras de la ciencia. Kairós, Barcelona, 2007, Colección Nueva Ciencia, 486 pág. (con un prólogo de Salvador Pániker).
Artículo elaborado por Leandro Lequeiros, miembro del Comité Académico de la Cátedra Francisco José Ayala de Ciencia, Tecnología y Religión de la Universidad P. Comillas.
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