Galileo fue asesinado: ciencia y religión ante la posverdad

(Por José Manuel Caamaño) La relación entre ciencia y religión ha estado marcada por la complejidad. Con todo, en el contexto actual, marcado por eso que se ha dado en llamar posverdad, se han vuelto a extender ciertas ideas que retoman de nuevo la idea decimonónica del conflicto. Por ello hoy se hace necesario no solo seguir profundizando en las posibilidades de esta relación más allá de los modelos al uso, sino también revitalizar una teología que asumiendo la autonomía de las ciencias, desenmascare su aparente neutralidad y consiga hablar de Dios respetando su trascendencia pero al mismo tiempo de forma significativa para la vida de las personas.

Escribía hace ya bastantes años el filósofo norteamericano Alfred N. Whitehead que «cuando uno considera lo que la religión representa para la humanidad y lo que la ciencia es, no es una exageración decir que el curso futuro de la historia depende de la decisión de esta generación sobre la relación entre ambas. Tenemos aquí las dos fuerzas generales más fuertes que influyen en el hombre y que parecen situarse una contra la otra: la fuerza de nuestras intuiciones religiosas y la fuerza de nuestro impulso por las observaciones precisas y las deducciones lógicas».

Introducción

Más allá de la posible exageración de las palabras de Whitehead, lo cierto es que tanto la ciencia como la religión son elementos esenciales de la cultura y cuya relación mutua siempre ha estado marcada por la «complejidad» —tal como puso bien de relieve J. H. Brooke en su obra Ciencia y religión. Perspectivas históricas—, al menos desde el surgimiento de la ciencia moderna. Sin duda es un tema de gran interés y con muchas consecuencias en distintos niveles.

Pero, curiosamente, se trata de un tema en donde siguen existiendo bastantes ideas preconcebidas, mitos e incluso distorsiones que, a pesar de su incidencia en la actualidad, tampoco responden siempre de manera adecuada a la realidad de los hechos, bien sea por errores, bien por intereses ideológicos y manipulaciones, o bien por reduccionismos en el análisis de los casos paradigmáticos que reflejarían la idea del perenne conflicto, como los tan conocidos de Servet, Bruno, Galileo o incluso Darwin. A modo de ejemplo basta señalar algunas ideas o ejemplos que nos muestran, precisamente, la necesidad de seguir ahondando en la búsqueda de una articulación positiva y fructífera entre la ciencia y la religión.

La fe en el progreso científico y tecnológico: primer ejemplo

Hace unos meses salía publicado un estudio de un grupo de investigación de la Universidad alemana de Colonia (liderado por Olga Stavrova) en el que se decía que, en la mayor parte de países analizados, la fe en el progreso científico y tecnológico daba mayor felicidad que la fe religiosa. La noticia del suplemento Papel del periódico El Mundo en la que se comentaba el estudio llevaba como título la siguiente pregunta: «¿Nos hace la tecnología más felices que Dios?». Es posible que la orientación del estudio pueda causar extrañeza, pero lo cierto es que también muestra la existencia de un malentendido de fondo tanto en la comprensión de la ciencia y la tecnología como, y quizá sobre todo, en el significado de la religión.

Ciencia y religión en la escuela: segundo ejemplo

Recientemente la propia Cátedra “Francisco José Ayala” de Ciencia, Tecnología y Religión desarrolló un proyecto de investigación —liderado por la profesora Camino Cañón— sobre la formación en ciencia y religión de alumnos de Enseñanza Secundaria y Bachillerato. Para ello se partió de un análisis sociológico, realizada a través de un amplio cuestionario, con el objetivo de ver cómo percibían los estudiantes algunos de los temas en los que aparecen involucrados la ciencia y la religión.

Se preguntaba sobre su relación, sobre espiritualidad, medio ambiente, creación, evolución, acción de Dios, el más allá, etc. Los resultados mostraron, en general, un déficit considerable en el conocimiento de tales cuestiones, así como confusiones e incluso dificultades para buscar una articulación adecuada entre estos dos ámbitos de la realidad, como por ejemplo a la hora de compaginar la fe en la creación con la teoría del Big Bang.

¿Conflicto entre ciencia y fe? Errores históricos: tercer ejemplo

En tercer lugar creo que es relativamente fácil constatar la idea, bastante extendida, de que la religión, y en especial la Iglesia Católica, mantiene un conflicto permanente con la ciencia, algo comprobable en las visiones existentes sobre los ya mencionados casos de Servet, Bruno o Galileo, entre otros. Ideas, por otro lado, muy difundidas a través del cine o incluso de la literatura, en donde la mezcla de realidad y ficción hace que mucha gente confunda una cosa con la otra si no está suficientemente introducida en estas cuestiones. Basta mencionar la última novela de Dan Brown titulada Origen o, a mi modo de ver, la película Altamira.

Podemos decir que a Galileo lo encerraron en una cárcel o que lo asesinaron algunos jerarcas eclesiales y todavía habrá gente que se lo toma en serio a pesar de que sabemos que ninguna de esas cosas ocurrió. Porque sin duda hay casos de conflicto, pero cuya razón última no está siempre en la relación entre ciencia y religión, sino que en prácticamente todos los casos se deben a otros motivos. De hecho, y más allá de la propaganda, son muchos los historiadores de la ciencia, y también de las religiones, que nos han hecho ver, con el rigor del análisis de los datos existentes, que existe mucho mito más allá de la realidad, de manera que la historia entre ciencia y religión es más compleja de lo que en principio parece.

En este sentido existe un libro publicado hace unos años con el título de Galileo goes to jail (editado por R. L. Numbers), y en el que un grupo de especialistas, tanto creyentes como no creyentes, pasan revista a veinticinco mitos sobre estas cuestiones. Hace poco incluso tuve ocasión de leer un párrafo de un libro de texto en el que se decía que hasta Magallanes todo el mundo pensaba que la tierra era plana (acompañado de una viñeta con los barcos precipitándose al vacío por el borde), una idea también muy extendida y que no es sino el fruto de un error histórico, a pesar de ciertas imágenes transmitidas en la historia del arte.

La reflexión científica no niega a Dios: cuarto ejemplo

Un cuarto ejemplo se refiere a un hecho que tuvo lugar en Santiago de Compostela en 2008, cuando el consorcio de la capital gallega, en colaboración con la Universidad de Santiago (y gracias a la labor del físico Jorge Mira), le concedió el «Premio Fonseca» al profesor de Matemática y Física Teórica de Cambridge Stephen W. Hawking.

En una rueda de prensa posterior, cuando los periodistas le preguntaron si en el futuro los hombres seguirían necesitando de Dios, la respuesta de Hawking fue que «los físicos creen que el universo está gobernado por leyes científicas. Estas leyes deben cumplirse sin excepciones, pues, de lo contrario, no serían leyes. Esto no deja mucho espacio para milagros o para Dios».

Se trata de una idea también muy extendida, aunque el propio científico británico, en la conferencia que impartió en el Palacio de Congresos de la ciudad compostelana, añadió que su reflexión científica no implicaba la negación de Dios, un matiz que sin embargo pasó más desapercibida en los medios de comunicación que reseñaban el evento.

La idea del conflicto entre la ciencia y la religión

Seguramente los ejemplos e ideas podrían multiplicarse, pero creo que con esta muestra es suficiente para mostrar que aún existe, tanto en la cultura general como en algunos ámbitos académicos, esa idea —que pienso que muchos creíamos superada— de que entre la ciencia y la religión se da un conflicto irresoluble, lo cual no deja de plantear un reto interesante tanto para la ciencia como la religión, así como para nuestra manera de hablar de Dios. Ahora bien, ¿de dónde procede esa idea tan extendida? ¿Dónde encuentra su raíz? ¿Existe realmente un conflicto?

Ciertamente existen algunos hechos históricos que parece que reflejan claramente la idea de que entre la ciencia y la religión siempre hubo un conflicto o una lucha que en muchos casos tuvo consecuencias trágicas. Pero aún así, semejante idea tuvo su momento de esplendor con las obras de dos autores polemistas del siglo XIX, las obras de Andrew Dickson White tituladas Los campos de batalla de la ciencia e Historia de la lucha de la ciencia con la teología en el cristianismo, y la de John William Draper con el titulo de Historia del conflicto entre la ciencia y la religión. Para ilustrar sus visiones basta leer un párrafo de cada uno de estos autores:

Me propongo presentarles un esbozo de la sagrada lucha por la libertad de la ciencia, una lucha que está teniendo lugar desde hace muchos siglos. ¡Fue una contienda dura de verdad! Una guerra más larga, con batallas más feroces, asedios más persistentes y estrategias más vigorosas que ninguna de las comparativamente insignificantes batallas que libraron Alejandro Magno, Julio César o Napoleón Bonaparte… (White).

El antagonismo que observamos entre la religión y la ciencia es la continuación de una rivalidad que se originó cuando el cristianismo comenzó a tener poder político… La historia de la ciencia no es un simple registro de descubrimientos aislados; es un relato del conflicto entre dos poderes en pugna, la fuerza expansiva del intelecto humano, por un lado, y la presión que surge de la fe tradicional y de los intereses humanos por el otro (Draper).

Quizá seríamos injustos si valorásemos las obras de estos autores sin tener en cuenta los posibles conocimientos limitados que en ese momento tenían de unos hechos que incluso hoy conocemos mejor y de manera más detallada, pero en cualquier caso sus tesis han tenido un influjo muy notable en muchos ambientes.

¿Hay conflicto hoy?

En un contexto como el actual que muchos califican de posverdad, no solo es fácil comprobar cómo las emociones triunfan sobre las razones, sino también cómo la verdad puede ser manipulada con gran facilidad para extender ideas que sin embargo son o bien falsas o bien el fruto de manipulaciones interesadas. El problema se agrava porque con frecuencia nos quedamos con el titular pero no entramos en la profundidad de lo que se quiere transmitir.

Tenemos que hablar de Dios, pero debemos hacerlo mejor

El caso es que la visión del conflicto ha tenido una gran incidencia en la cultura popular e incluso intelectual. Hay quien sigue pensando no solo que se trata de dos visiones de la realidad contradictorias entre sí, sino también quien piensa que la religión, y de manera particular la Iglesia Católica, supone un freno o un impedimento para el desarrollo de las ciencias, lo que implica la necesidad de buscar una adecuada visión de la ciencia, pero que también es un reto de cara a la formulación o expresión concreta de las verdades de fe y de nuestra manera de hablar de Dios, dado que es posible que no siempre lo hayamos hecho de la forma más adecuada. Tenemos que hablar de Dios, pero tenemos que hacerlo mejor.

Ahora bien, decir que la tesis del conflicto es un mito no implica no reconocer que no existieran dificultades de articulación o problemas, pero reconociendo que tales dificultades no eran tanto por los descubrimientos científicos cuanto por la forma de articularlos con las verdades de fe. Dicho de manera más ilustrativa: tanto Giordano Bruno como Galileo Galilei (y más allá de la injusticia histórica cometida con ellos) no fueron condenados por sus descubrimientos o tesis científicas, sino por sus ideas religiosas heréticas. Esto es lo que nos están mostrando desde hace tiempo los grandes historiadores de la ciencia y de la religión.

Las deformaciones de Dios: el nuevo conflicto

Con todo ya decíamos que la idea del conflicto ha calado mucho en la cultura. Es más, en las últimas décadas ha adquirido una nueva expresión debido a la enorme influencia de algunas corrientes y en especial de esa conocida con el nombre de nuevo ateísmo científico, que pone sobre la mesa algunos de los temas que son relevantes al abordar la relación entre ciencia y religión.

Es aquí donde se sitúa la obra, entre otros, del científico británico Richard Dawkins, cuyo libro El espejismo de Dios se ha convertido en un best seller mundial. Simplificando mucho podemos decir que una de sus tesis es que las religiones no son más que credulidades supersticiosas generadoras de violencia. Es desde esta clave desde la que él lee e interpreta los textos bíblicos de la tradición judeocristiana. Incluso en una carta que le dirige a su hija Juliet, publicada en El capellán del diablo con el título de «Buenas y malas razones para creer», le llega a decir que no crea en nada que se base en la revelación, en la tradición o en la autoridad, sino únicamente en cosas que se basen en evidencias. Dicho en síntesis: ¡cree solo lo que sea evidente para los sentidos! Y lo que es evidente, aunque no sea observable en todo momento, siempre se basa en la observación.

Seguramente muchos lectores ya conocen la obra de Dawkins y les puede parecer simple y reduccionista en su visión de la religión, de la razón humana o incluso en su concepción de la verdad. Aún así su influjo, sirviéndose de diferentes canales de comunicación, es bastante obvio en muchos ámbitos.

Sus tesis representan un neopositivismo heredero del cientifismo clásico, pero cuyas consecuencias negativas para la relación entre la ciencia y la religión siguen presentes, a pesar de que muchos creíamos ya superadas todas esas antinomias desde una adecuada comprensión del sentido de la ciencia, del sentido de la religión, desde el reconocimiento de las distintas epistemologías de cada ciencia y, por supuesto, teniendo en cuenta los grandes pasos que, al menos en el cristianismo, se fueron dando desde el siglo XIX en el campo de la exégesis y la hermenéutica bíblica, algo que debería ayudar a evitar cualquier tipo de fundamentalismo y también un ingenuo concordismo que quizá en otro tiempo pudo tener sentido, incluso en las visiones más acomodaticias, pero que hoy ni es necesario, ni quizá tampoco deseable, y más aún desde el reconocimiento de la autonomía de la creación y de las ciencias, tal y como hizo la Iglesia Católica en el Concilio Vaticano II.

Porque ciertamente lo que hace Dawkins es deformar y caricaturizar elementos esenciales de la religión, como es el caso de la Sagrada Escritura en el cristianismo, hasta el punto de que difícilmente un cristiano creerá en el Dios que él critica. Pero también hay que tener en cuenta que muchas de estas visiones de la religión son respuestas a la idea de Dios trasmitida con frecuencia en nuestras propias iglesias, en la predicación o en algunos movimientos religiosos, que pueden convertirse en caldo de cultivo para la crítica feroz y la caricatura. Por eso me parece interesante recordar aquellas palabras que Juan Pablo II le dirigía en 1988 al entonces presidente del Observatorio Astronómico Vaticano, el jesuita G. Coyne: «la ciencia puede liberar a la religión del error y de la superstición; la religión puede purificar a la ciencia de la idolatría y de los falsos abusos».

Un tema de fondo: el problema de la verdad

A mi modo de ver uno de los temas de fondo en estas versiones actuales de la tesis del conflicto se encuentra en el ya clásico problema de la verdad. Ya hace unos años Jean Daniélou publicaba un libro titulado El escándalo de la verdad y que empezaba precisamente diciendo que «la verdad es molesta», hasta el punto de que cuando se habla de verdad algo se crispa en el alma de muchas personas de nuestro tiempo. Esto sucede, a su juicio, por varios motivos, entre los cuales se encuentra también la evolución del espíritu científico, dado que su comprensión de la verdad sometida a hipótesis en revisión continua deja poco espacio a la metafísica e incluso a la fe.

Ahora bien, que la verdad sea un problema ni implica sin más su desaparición ni que vuelva en algún momento revestida de nuevos ropajes. De alguna forma acaba siempre por imponerse, tal como ya escribía Cervantes narrando las aventuras de don Quijote: «la verdad adelgaza y no quiebra, y siempre anda sobre la mentira como el aceite sobre el agua». Pero a pesar de eso, y a pesar de aquello que decía Ortega de que el ser humano es un «ser verdávoro», la verdad no deja de ser un escándalo en tiempos de posverdad y de preeminencia del espíritu cientifista. Por eso es una cuestión fronteriza en la relación entre ciencia y religión.

Ya decíamos que algunos representantes del ateísmo científico sostienen que se debe creer solo lo evidente, es decir, que la evidencia empírica y objetiva sería el único criterio de verdad posible que además nos libera de la superstición, lo cual no deja de ser una enorme simplificación e incluso una contradicción. Pues en las evidencias no es necesario creer: simplemente se perciben, se captan, se observan y se imponen. Sin embargo la fe, la creencia, es algo distinto, dado que se cree precisamente aquello que no se puede probar de forma concluyente. Y quizá por ello la creencia siempre convive con la duda. Así lo dice Nuccio Ordine en su obra La utilidad de lo inútil: «la duda no es enemiga de la verdad, sino un estímulo constante para buscarla. Solo cuando se cree verdaderamente en la verdad, se sabe que el único modo de mantenerla siempre viva es ponerla continuamente en duda».

De hecho la teología tiene una epistemología propia que presupone, precisamente, la fe. Aún más, podemos decir que la teología empieza cuando alguien se pone en oración delante de Dios, de modo que, como decía Karl Barth, más que un acto creativo, la teología es una alabanza del Creador. Y en este sentido la verdad de muchas afirmaciones teológicas, sin ser incompatibles con las evidencias, sin embargo las trascienden. Y lo hacen porque la verdad empírica y demostrable, siendo muy importante, no es la única verdad posible. Basta pensar en todo el mundo de los valores, de la interioridad o incluso en esas experiencias originarias tan fundamentales de nuestra vida como es el amor, el cual probablemente si lo intentáramos reducir a la evidencia acabaríamos por desvirtuar o destruir su sentido más profundo y radical. Quizá se podría formular una ley para decir que las cosas más importantes de la vida son precisamente las más difíciles de objetivar y verificar empíricamente.

Y en ese mismo sentido podemos pensar en las creencias religiosas o en las experiencias de fe, en las que ciertamente la revelación, la tradición y la autoridad pueden suponer distorsiones o derivar hacia el fideísmo, pero en ningún caso tienen porqué eliminar la posibilidad de su realidad ni su verdad para la vida de las personas. La fe es una experiencia personal cuyo origen nos desborda, pero que sin embargo es real y puede dotar de sentido a la vida. Y aquí hay algo del nuevo ateísmo que llama poderosamente la atención. Porque si por un lado reduce la verdad a la evidencia y, en consecuencia, a la verificación experimental, por el otro implícitamente se convierte en enemigo acérrimo de la verdad o de la posibilidad de su conocimiento.

Recordemos que una de las críticas a las ideas religiosas es que no se pueden ajustar a lo que Popper concebía como criterios científicos de falsabilidad, dado que Dios ni es una hipótesis ni su verdad depende de la evidencia experimental de su realidad. Dios es absolutamente inobjetivo. Y por eso la ciencia, tal como Dawkins la entiende, no podría nunca afirmar una verdad como tal, sino probabilidades, hipótesis o meras certezas.

Es obvio que el mundo de la verdad es complejo, porque incluso reviste formas distintas. La ciencia busca su verdad, pero ni es la única ni quizá tampoco la más importante. En el fondo las ciencias son formas parciales de verdad. Y por eso es tan importante el diálogo entre ellas, la interdisciplinariedad hacia la transdisciplinariedad, porque en último término el ser humano, por más que lo estudiemos fragmentado, jamás se puede fragmentar.

Revitalizar la teología

El contexto actual, con toda su complejidad, nos llama a buscar formas positivas de articular la ciencia y la religión, también como forma de superar tantas ideas preconcebidas e incluso distorsiones que impregnan muchos ámbitos de la cultura y que además se extienden con enorme facilidad. Para ello es necesario no solo hacer buena ciencia, esto es, con sus métodos y ámbitos propios, sino también revitalizando la teología para ser capaces de hablar de Dios con respeto pero con sentido para la vida. Porque quizá la mejor teología no tiene porqué ser la más compleja, sino la que consiga hablar mejor de Dios y de manera más significativa.

Estamos viviendo un momento eclesial muy importante y apasionante, en el cual la Iglesia Católica, pero también todas las religiones, se juegan mucho en su credibilidad, en su forma de hacerse presente y en su misión evangelizadora y transformadora. Son muchos los retos que tenemos que afrontar de cara al futuro. Y pienso que los afrontaremos mejor cuanto mayor profundicemos en el diálogo entre las ciencias y también en ese magno misterio del Dios revelado en Jesús de Nazaret.

Sin duda, afortunadamente se puede ser muy buen creyente sin ser teólogo. Es más, una cosa no garantiza la otra. Pero seguramente avanzaremos mejor y seremos más creativos si la teología se convierte en una misión compartida. Juan Pablo II decía que la Iglesia necesitaba ministros-puente, entendiéndolos como científicos-teólogos. Yo creo que hoy la Iglesia necesita que todos los creyentes seamos ministros-puente con la sociedad para ser testigos del evangelio, de modo que podamos dar testimonio pero también razón de la fe que nos mueve.

El Papa Francisco nos invita a no limitarnos a una teología de escritorio, sino a estar en estado permanente de misión, a salir a las fronteras de la vida, a reformar lo que haya que reformar en la comunión eclesial para hacer más visible la buena noticia de Jesús. Y hoy, en un mundo muy plural en donde quizá lo que prima sea lo accesorio, lo relativo, la utilidad, etc., la teología no deja de tener ese carácter revulsivo o contracultural que rompe con la lógica imperante pero que, en el fondo, nos orienta hacia las cuestiones más importantes de la vida, hacia una visión más integral de las personas y del mundo y, en definitiva, también es una forma de trascender aquello que no puede agotar el sentido último de lo que somos y la esperanza que sustenta todo cuanto hacemos. Por todo ello la teología nos ayudará tanto a dar razón de nuestra esperanza como a evitar el naufragio vital que siempre acecha a nuestra existencia.

Probablemente hoy el contexto que tenemos por delante no es fácil, de modo que serán muchas las dificultades. Pero con todo, pienso que tanto la cuestión por el sentido de la vida, como la pregunta por Dios seguirá gozando de actualidad a pesar del progreso de las ciencias. Y en que además de actual la palabra Dios siga siendo significativa tenemos los creyentes una misión irrenunciable en la que la teología nos puede ofrecer herramientas para llevarla hacia delante. Por eso me gustaría terminar con unos versos de Hölderlin que creo que reflejan bien el reto que se nos avecina y que espero que sean una llamada a abrir el deseo por la teología, que es en el fondo el deseo de acercarse más a Dios: «Cercano es y difícil de captar el Dios; más donde está el peligro, crece la salvación también».

 

Artículo elaborado por José Manuel Caamaño López, profesor de Teología moral en la Universidad Pontificia Comillas ICAI-ICADE y director de la «Cátedra “Francisco José Ayala” de Ciencia, Tecnología y Religión».

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